El Estado es débil, pero aun más el ciudadano
Por Lorenzo Meyer
Cuando la única salida ante el abuso contra un ciudadano es pedir asilo en un país distinto del suyo, se pone de manifiesto el estado de irrespeto a los derechos humanos
Debilidades
No hay duda que el mexicano es un Estado débil, al punto que a veces resulta disfuncional. Y los indicadores abundan. Para empezar, su fisco apenas capta el 11 por ciento del PIB cuando debía ser, cuando menos, el doble; la evasión impositiva es descomunal. En relación con la justicia, los expertos aseguran que más del 90 por ciento de los delitos que se cometen en nuestro país quedan impunes. Los aparatos de seguridad llevan al menos 40 años en la guerra contra los narcotraficantes (desde que en 1969 el gobierno de Richard Nixon lanzó la 'Operación Intercepción' para presionar a Díaz Ordaz) y no dan señales de poder ganarla. Los monopolios prohibidos por la Constitución gozan de buena salud gracias a la impotencia de los encargados de combatirlos. Los 'peces gordos' de la corrupción oficial nunca cayeron en las agujeradas redes de quienes prometieron capturarlos. En fin, que la lista de indicadores de una debilidad estatal, mezcla de incompetencia y corrupción, puede llenar un catálogo.
Si el Estado mexicano sufre de impotencia, resulta que justamente por esa falla los ciudadanos también se encuentran, y desde hace mucho, impotentes y desprotegidos cuando alguien, desde el propio aparato estatal, decide violar sus supuestos derechos y garantías. Si, por un lado, la autoridad no puede llevar ante la justicia al grueso de los delincuentes, por el otro, una autoridad sí puede decidir, por razones particulares, hacerle la vida difícil o imposible a un ciudadano común y corriente y éste quedar indefenso, pues si el Estado es débil el ciudadano lo es más.
El ya conocido caso de Lydia Cacho es uno de los últimos y desalentadores ejemplos de la gran capacidad, voluntad e impunidad de los altos servidores públicos mexicanos para violar la ley en detrimento de una persona que ejerció su derecho a la libre expresión en defensa de los más vulnerables. No viene al caso resumir el origen del via crucis de la periodista desde que decidió publicar un libro -Los demonios del Edén- donde denunció a un grupo de pederastas con buenas conexiones políticas. Esa denuncia la convirtió en objeto de la venganza de un rico empresario que aportaba recursos a campañas electorales en complicidad con un gobernador que empleó al aparato de policía y de justicia (?) de su estado.
Tampoco es necesario aquí ahondar en la manera indigna en que una mayoría de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se negó a hacer justicia, se encogió de hombros y abandonó a su suerte a la periodista (al respecto, véase el testimonio de la señora Cacho, Memorias de una infamia, Grijalbo, 2007). Sin embargo, lo que sí debe hoy subrayarse, por sus implicaciones, es la recomendación que Louise Arbour, la comisionada de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ONU), le dio recientemente a Lydia Cacho cuando ésta le expuso su caso: que la única forma de asegurar que sus garantías individuales no volverán a ser violadas es abandonar México. Es más, la comisionada ofreció el apoyo de la ONU para lograr el asilo de la señora Cacho en otro país (El Universal, 16 de febrero).
La recomendación de la señora Arbour a una ciudadana mexicana cuyas garantías individuales han sido violadas y que vive bajo amenaza es una manera indirecta pero clara de afirmar, por alguien competente, que el Estado mexicano no tiene la fuerza o la voluntad o ambas cosas, de asegurar la protección de sus ciudadanos cuando éstos se topan con el poder de empresarios y de políticos que buscan proteger a un criminal. El exilio como solución para una víctima de los abusos del Estado implica, en realidad, una condena y denuncia de la situación que guardan en este país los derechos humanos.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos
La condena implícita que hizo la señora Arbour sobre la forma como ha sido tratada una periodista por una Procuraduría estatal hasta la Suprema Corte, pasando por una gubernatura, embona con la evaluación y crítica, ésta sí muy explícita, que acaba de hacer la organización internacional Human Rights Watch de nuestra Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Y el meollo de la crítica es la debilidad política de la institución.
Como se recordará, el origen de la CNDH fue muy oportunista. En efecto, Carlos Salinas -un Presidente bajo la sombra del fraude electoral- se propuso firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos para, según él, devolverle a la economía mexicana el dinamismo perdido a raíz de la crisis de 1982. La imagen que Salinas quiso vender de él y de su gobierno en el país del norte era la de un pujante líder democrático comprometido con la modernización integral de su país.
La creación en 1990 de una institución encargada de vigilar en nombre de los derechos del ciudadano a un gobierno con fama de corrupto y abusivo, ayudó en algo a neutralizar los malos efectos que había tenido en la opinión pública internacional el asesinato en Culiacán de la abogada Norma Corona, defensora de los derechos humanos. Sin embargo, el pecado de origen de la CNDH -creada desde arriba y por razones ajenas a su cometido- ha tenido consecuencias pues, desde el inicio, vivió a la sombra de las agendas de otros poderes y fuerzas políticas, sobre todo cuando en 1993 su primer titular pasó directamente de la CNDH al gabinete de Salinas.
Un juicio duro
La organización internacional Human Rights Watch (HRW) acaba de hacer una evaluación de la CNDH y sus conclusiones son tales que, en realidad, abarcan a todo el aparato de Estado mexicano, pues se refiere a su 'fracaso crónico' para remediar los abusos a los derechos humanos y para reformar 'las leyes, las políticas y las prácticas que los originan'.
A la CNDH materia prima no le falta; en el 2006 recibió 6 mil 22 quejas que abarcaron desde la Comisión Federal de Electricidad hasta al Ejército. Para HRW, en principio la CNDH dispone de los recursos materiales adecuados para cumplir con sus tareas -un presupuesto de 75 millones de dólares anuales y una planta de un millar de personas, lo que la hacen una de las instituciones más grandes y costosas del mundo en su género- y su marco jurídico le permite autonomía y una amplitud de acciones suficientes para ser una institución fuerte y tener un impacto decisivo en la sociedad mexicana. Sin embargo, en la práctica la institución del ombudsman en México se ha mostrado débil e incapaz de explotar su potencial.
Ese fracaso relativo de la CNDH, según HRW, se debe, sobre todo, a su falta de voluntad política. La institución documenta bien los casos y ha abordado temas tan delicados como los abusos policiacos contra los manifestantes de Guadalajara en el 2004 y contra los habitantes de Atenco en el 2006 y ha hecho recomendaciones al respecto, pero no pasa de ahí. No sigue los casos hasta constatar si fueron o no resueltos de manera satisfactoria ni toma medidas contra los que se niegan a aceptar sus recomendaciones.
En la mayoría de los casos (90 por ciento), la CNDH ha buscado la conciliación pero tratando directamente con la parte acusada, sin hacer partícipe del proceso al afectado. Finalmente, para HRW la institución mexicana del ombudsman es voluntariamente débil porque no ha querido usar al máximo sus posibilidades de defender al ciudadano y ha optado por cubrir las formas en detrimento de la sustancia. Pudiendo haber salido a la plaza pública, ha preferido no echar mano de la condena moral para inhibir a los abusadores. La CNDH, pudiendo arriesgarse para despertar la conciencia ciudadana mediante la denuncia pública y presionar al Ejecutivo y al Legislativo para que haga reformas a la estructura legal, ha decidido permanecer en la penumbra. A ojos de sus críticos externos -y de los internos- la CNDH es una suma de debilidades deliberadas, de muchos recursos pero con poco ruido y pocas nueces.
La tradición persiste
La CNDH, el Instituto Federal Electoral, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y numerosas instituciones estatales más, hasta llegar a las gubernaturas, a la Suprema Corte, al Congreso y a la Presidencia, tienen mucho de fallidas y débiles porque simplemente sus políticas y prácticas están muy determinadas por su pasado, por la corrupción y por los intereses particulares de quienes las conforman.
En suma, las evaluaciones son contundentes y se complementan: los encargados de defender al ciudadano tienen reticencia a hacerlo. Hoy, si un ciudadano ve gravemente vulnerados sus derechos por los intereses personales de funcionarios públicos poderosos, su mejor salida es abandonar el país y pedir asilo en otro. La debilidad del aparato institucional ha acabado por dejar al ciudadano más débil aún, casi inerme.
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