Por Víctor Flores Olea
Por supuesto que el ataque del ejército colombiano al grupo guerrillero de las FARC en territorio ecuatoriano, ha traído de todos lados (menos en la OEA) la condena por la agresión y la violación a la integridad territorial de Ecuador, a su soberanía. En la OEA es evidente que la presión estadounidense evitó la condena formal, pero no por eso, comentan los asistentes a la reunión, era menos perceptible el ánimo condenatorio y el repudio a la agresión (en muchos, por lo demás, resultaba diáfano que la motivación del atentado se encontraba en Washington).
Días después la mayoría de los Presidentes latinoamericanos, reunidos en Santo Domingo como Grupo de Río, condenaron explícitamente el atentado colombiano. Pero cuando se esperaba en esa reunión el exacerbamiento de la pugna de pronto ¡puf!, el globo de dinamita cedió y a las palabras sonoras sucedieron las de cortesía y buenos modales. Cuando se pensaba en un escenario propicio a las invectivas de Hugo Chávez, quienes presenciamos a través de TV el desarrollo de la reunión nos sorprendimos viendo que el Presidente venezolano se convertía en el principal catalizador de la paz y la distensión latinoamericana.
Una frase que pronunció, la única alusiva a la potencia, parece explicarlo todo (cita no literal): “Nada sería más grato y conveniente para Estados Unidos que el enfrentamiento, las tensiones e inclusive la guerra entre nosotros”. El conjunto presidencial reaccionó en esa dirección: debía evitarse a toda costa que la sangre llegara al río.
Inclusive Álvaro Uribe, responsable del ataque, ante la incontenible presión y ánimo condenatorio de los presidentes latinoamericanos, se vio en la penosa necesidad (para él) de aceptar la culpa y comprometerse a no repetir contra ningún vecino un ataque militar equivalente al que su ejército propinó a Ecuador. En la circunstancia, la mayoría latinoamericana se impuso moralmente al alfil del Imperio. Porque para nadie es un secreto que Colombia ha asumido el papel de cuña (algunos dicen, de “ariete”) para romper la unidad latinoamericana, o dificultarla al extremo, sobre todo en estos tiempos en que Latinoamérica piensa en alternativas distintas del desarrollo respecto a las sostenidas, impuestas por Washington.
Hoy es nítido el abundante rechazo latinoamericano al Consenso de Washington, lo que implica una nueva visión de muchos de los asuntos mundiales, y supone recobrar la soberanía nacional más allá de su significado retórico. Que supone, en otras palabras, la real voluntad latinoamericana de decidir su futuro con mayor libertad abandonando (o alejándose) de la tutela del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de los consorcios financieros y de las políticas de la Casa Blanca (en la ocasión, por ejemplo, de la “lucha contra el terrorismo” en la definición de Bush, sin negar en el largo plazo su imperialismo, inclusive de corte militar).
Este esfuerzo continental (algunos lo llaman “vocación”), que es plural y multifacético y de ninguna manera “único”, resulta una de las grandes “originalidades” de este inicio del siglo XXI, comparado a la situación en otros continentes. Claro, se explica así el repudio estadounidense a la “nueva Latinoamérica”, que se aplica preferentemente, por razones obvias, a Hugo Chávez y a la Cuba castrista, y que ha llevado al imperio a la formación de un torniquete militar que ha encontrado en Colombia su expresión a la medida: más de 50 años de guerrilla, 4 mil millones de dólares de “ayuda” militar anual de la que se aprovechan todos, pero preferentemente, desde siempre, el “establecimiento” militar, gubernamental y empresarial (mientras la guerrilla se aprovecha del narcotráfico y del contrabando). Y que han convertido al ejército colombiano en la segunda fuerza militar continental, después de Brasil.
Está probado que en el campamento guerrillero que fue pulverizado en territorio ecuatoriano, se negociaba la liberación de otros rehenes de las FARC.
Negociaciones en las que no sólo participaba Chávez sino representantes del gobierno francés mandados por el presidente Sarkosy. Fue muy dura para Estados Unidos la liberación reciente de rehenes en las que el protagonista fue Hugo Chávez: es evidente que no se podía tolerar la reedición de ese éxito.
Se discute inclusive si la bomba de precisión que fue lanzada para destruir al grupo de las FARC estuvo manejada directamente por personal estadounidense, ante la duda de que un arma de tal sofisticación hubiera sido ya puesta en manos de los militares colombianos. Algunos han dicho que el operativo militar ejecutado en Ecuador forma parte de la estrategia de Estados Unidos para desestabilizar el proceso bolivariano y modificar la relación de fuerzas en el Sur del continente.
Por lo demás, algunas malas lenguas opinan que el psicodrama de Santo Domingo fue orquestado por Fidel Castro, quien habría dicho (probablemente a través de Hugo Chávez, quien lo visitó inmediatamente después de terminada la reunión) que más valía un arreglo frágil que un enfrentamiento entre nosotros. Y que tal arreglo, a pesar de su carácter precario, ofrecía más futuro que la ruptura latinoamericana acariciada por Washington.
Pero lo acontecido muestra la profunda división continental. Para México no resultó mal que su gobierno se sumara a la línea conciliatoria, que ojalá mantenga activamente en los meses siguientes de su Presidencia pro tempore del Grupo de Río.
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