Rolando Cordera Campos
El desempeño del presidente Calderón y sus leales es decepcionante y puede ser amenazador. Su llamado a filas a gobernadores y dirigentes de su partido en torno a su secretario de Gobernación es un manifiesto ominoso, corporal y verbalmente asumido, de que su gobierno es insensible a la opinión y reclamos de una buena parte del cuerpo político nacional, así como de lo que piensa y opina una porción significativa de la opinión pública. La defensa del encargado de la gobernación no podía haber sido más desestabilizadora. La pausa de la Semana Mayor puede servirle al gobierno de alivio, pero tal y como se han desenvuelto las confrontaciones en México desde hace casi veinticinco años sería un error criminal que quienes decidieron batirse por su compañero piensen que el tiempo, por demás corto, sanará heridas y enfriará cabezas.
Se me dirá que qué esperaba sino este encierro de leales y juramentados. Pero debo decir que a pesar de mi oposición integral al licenciado Calderón, por su origen y por sus políticas, esperaba la expresión de un mínimo cálculo político que por ser eso y no la obediencia de algún dogma desconocido del santoral panista del subsuelo, debía haber tomado en cuenta el desgaste de su defendido y la división abierta y soterrada que su conducta pública y privada ha despertado en franjas grandes y crecientes de la ciudadanía, sigan o no los postulados y convocatorias de López Obrador.
Un cálculo político elemental aconsejaba instruir a Mouriño para que pidiese licencia y abriera el campo de una investigación rigurosa y con aspiraciones de ser creíble. De haber ocurrido las cosas de este modo, incluso la salida definitiva del secretario de Gobernación no tendría por qué haberse convertido en una pérdida absoluta del gobierno, sino abierto la posibilidad de un control de daños más apegado, si no a la letra constitucional, sí a la tradición política principal, en la que abrevan muchos, tal vez la mayoría, de nuestros políticos y políticas. De haber actuado conforme a esta pauta, Calderón podría haber pretendido sacar fuerzas de flaqueza y convertir un descalabro en al menos la posibilidad de una recuperación de figura e imagen de un gobierno sumido hoy en el descrédito y la suspicacia, no tanto por los contratos del empresario audaz de Tampa sino por la desvergonzada negación desde la cúspide del poder de toda noción de moral o ética pública.
Por eso, porque no responde ni parece dispuesto a rendir cuentas de sus acciones y decisiones, el gobierno aparece como una maquinaria irresponsable y en peligro de desbocarse y llevar la política a un escenario de total confrontación, precisamente cuando eso significa la erosión mayor del sistema que ordena la lucha por el poder y su conservación, y que hasta la fecha ha impedido que la sangre llegue al río. No responde ni busca caminos de racionalización que abran vías de ulterior entendimiento. Todo es ahora y conmigo, sin darse cuenta de que este es el campo más propicio para que se imponga en el Estado y sobre todos nosotros la política del cambalache y del chantaje. La antesala de un infierno que ni las más truculentas memorias de la Cristiada o la represión a los sindicatos y la izquierda podrían prefigurar. Si no estamos en el límite, que gracias a la política siempre se puede convertir en horizonte, nos acercamos, nos acerca el gobierno, a un choque de funestas consecuencias. Apelar a la responsabilidad de partidos y Congreso no es hoy deseo simplón y resignado. Sin ellos no queda más que la calle o el callejón. De los que todos decimos querer alejar a nuestros jóvenes. Habría que preguntarle a Calderón más que a las universidades públicas y sus maestros, a dónde piensa que pueden llevar a los jóvenes espectáculos como el de Mouriño, al que luego se unieron él mismo y sus colaboradores más destacados.
Se ha desatado una tormenta contra la universidad pública, sus maestros y modos de ser y entender la pluralidad o la libertad de expresión. Rabietas aparte, aquí también tenemos que apelar a unos ejercicios de responsabilidad que alejen de su horizonte un escenario de confrontación comunitaria y linchamiento mediático. Lo que no puede tolerarse, porque se trata de una entidad de interés público definida constitucionalmente que además está en el gobierno, es lo dicho por el señor Germán Martínez, presidente del PAN, al hablar de la “UNAM-Campus Ecuador”. Que los mercachifles y los histéricos levanten hogueras no sorprende a nadie, aunque vaya que indigna. Pero lo de Martínez es irresponsabilidad política química y sacramentalmente pura.
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