Editorial
El presidente de Ecuador, Rafael Correa, afirmó ayer que su gobierno enfrenta “una criminal campaña de desprestigio” orquestada por Washington y Bogotá, mediante la cual se le pretende vincular con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), involucrar a su país en el conflicto colombiano y generar con ello una desestabilización política que facilite imponer “un gobierno títere” de Estados Unidos. Por su lado, el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, advirtió sobre los intentos de relacionar al gobierno de la isla –hoy encabezado por su hermano Raúl– con aquella organización político-militar colombiana. Al mismo tiempo, condenó el asesinato de jóvenes mexicanos durante la incursión militar en territorio ecuatoriano el pasado primero de marzo, en la que también fue muerto el número dos de las FARC, Raúl Reyes.
Las declaraciones de ambos dirigentes dan cuenta de que el conflicto que se desató a raíz del bombardeo del ejército colombiano en Ecuador no ha terminado, si bien se dio por resuelta la crisis durante la reunión del Grupo de Río celebrada en Santo Domingo. La situación no es para menos, habida cuenta de que, como se reconoció en la propia cumbre, las acciones del gobierno de Álvaro Uribe constituyeron un acto inaceptable y violatorio de la soberanía ecuatoriana, y la insistencia en relacionar a las FARC y los gobiernos de Ecuador y Venezuela –al amparo de pruebas por demás cuestionables– constituye un agravio no sólo para los gobiernos y poblaciones de esos países, sino también para el conjunto de la opinión pública internacional. No será sencillo reparar el daño causado por la política militarista de Uribe, por más que en la reunión en República Dominicana el mandatario colombiano haya dado por terminado el conflicto.
Adicionalmente, la mano visible de Estados Unidos detrás de la operación militar del primero de marzo, en la que fue empleada tecnología de punta, y el respaldo del gobierno de George W. Bush a Álvaro Uribe en sus acusaciones contra los gobiernos de Venezuela y Ecuador, ponen en perspectiva nuevamente la política injerencista en la región practicada por Washington a instancias de Bogotá. Frente a este panorama, lo dicho por el presidente Correa no resulta inverosímil ni descabellado: no sería la primera vez que la Casa Blanca emplee campañas insidiosas y acusaciones infundadas para generar inestabilidad política y provocar el derrocamiento de gobiernos legalmente constituidos. De manera significativa, las acusaciones por el presunto patrocinio de Correa a la guerrilla colombiana se inscriben en el contexto de una negativa del mandatario ecuatoriano para renovar, en 2009, el permiso de operación de la base militar de Manta, operada por Estados Unidos desde 1998.
Finalmente y por lo que hace a nuestro país, resulta inadmisible que mientras que en Cuba se elevan voces para condenar la masacre del pasado primero de marzo, en la que murieron mexicanos, el gobierno federal haya mostrado una actitud tibia e indolente ante las demandas de los familiares de las víctimas y del conjunto de la sociedad. Lo menos que podría esperarse del gobierno de Felipe Calderón –cuya principal obligación es procurar el bienestar de todos los ciudadanos, dentro y fuera del territorio nacional– es que presentara una protesta formal contra una incursión militar de por sí ilegal, bárbara e injustificable, y en la que por añadidura fueron asesinados connacionales.
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