Bernardo Bátiz V.
En los viejos buenos tiempos en que inicié mi práctica profesional como abogado, la frase “con timbres y todo” se usaba para afirmar sin lugar a dudas que un contrato era legítimo, válido, verdadero y creíble, aun cuando tuviera como contenido un abuso o fuera francamente leonino. Si un contrato no tenía timbres, se podía poner en tela de juicio, impugnar y desdeñar; pero si tenía pegados sus timbres, aquellas estampillas que emitía la Secretaría de Hacienda para el pago de algunos impuestos, el documento adquiría una aureola de legitimidad, de seriedad, inspiraba confianza.
Si un contrato aparecía timbrado, ya no importaba mucho para los que no eran expertos en derecho, si su contenido era injusto, si la voluntad de alguna de las partes había sido obtenida por error, por temor o por engaño; los timbres, en opinión de los no informados, otorgaban formalidad y credibilidad.
El tiempo corrió; hace ya mucho que la ley del timbre fue derogada y ahora otras son las marcas, los datos legitimadores, los que sirven para engañar a los legos y hacerles creer que un contrato es bueno, que se celebró con todas las de la ley y que por tanto no puede ser tachado por nadie, aun cuando esté plagado de irregularidades e injusticias.
El flamante secretario Juan Camilo Mouriño, alias Iván, ya no puede decir de los contratos que le descubrieron que fueron celebrados “con timbres y todo”, pero dice y argumenta en forma similar: alega sobre la bondad de sus contratos, sin explicar cómo es que un funcionario público puede, en un documento privado, representar los intereses de su familiar y de su empresa frente a los intereses públicos que están bajo su cuidado, cómo puede compaginar los intereses particulares con los del bien común, como decíamos los panistas de antaño; en su lógica, y según lo repiten incansablemente los eternos defensores del sistema respecto de los contratos puestos en tela de juicio, nada importa sino tan sólo que fueron celebrados como “extensiones” de contratos anteriores, que así como los de él hay otros muchos que se han firmado antes y se firmarán después, y ejemplifican con las canonjías y favores de que disfrutaron las empresas de Hank González, con servicios parecidos y muy bien cobrados a la paraestatal. Para sus defensores, si otros hicieron lo mismo el funcionario de la nueva ola de jóvenes que irrumpe en la política nacional puede hacerlo también y, como estos jóvenes son de empuje, bien arregladitos y bien peinaditos, todo se les perdona; el fondo de los negocios queda en segundo término, no importa si a la paraestatal o al Estado les representa un quebranto, un riesgo o un cargo oneroso; lo que importa es que el contrato tenga firmas, vistos buenos, autorizaciones, opiniones favorables, membretes y, principalmente, el respaldo invaluable de las órdenes a los cajeros para que no se atrasen los pagos.
Ya no hay timbres para los contratos, pero ahora la televisión y la radio pueden servir para legitimar un contrato; repetir hasta el cansancio, no sólo en noticieros y programas de comentaristas que normalmente se ocupan de estos temas, sino ahora también en voces de chistosos de dudoso gusto o en comentarios de los vacuos que se ocupan de los noviazgos, bodas, pleitos y papelones que luego hacen famosos. Todos se han vuelto integrantes del ejército de comunicadores que pretenden convencer al público cautivo de las horas pico de que todo está bien, de que no pasa nada, de que sólo se trata de entorpecer al gobierno de Calderón, de que el secretario de Gobernación, que un papel tan importante jugará en las negociaciones del petróleo, puede ser también representante de negocios privados en el ramo, y esos argumentadores, comentaristas y repetidores de consignas no dan en momento alguno la palabra a quienes piensan distinto, ni una palabra, ni un comentario o un pequeño espacio a la opinión contraria, a la que señala con seriedad que un servidor público no puede ser simultáneamente defensor del interés común y representante y gestor de intereses particulares, precisamente en el área en la que él tiene responsabilidades.
La alharaca de los medios, rasgarse las vestiduras, poner el progreso y el desarrollo de la patria como razones para defender al acusado, han hecho hoy las veces de la formalidad inocua de las estampillas adheridas a los contratos, pero el pueblo no es tonto y no se ha tragado las ruedas de molino: juzga y juzga con severidad, así lo demuestran las encuestas y los comentarios que se escuchan en todas partes.
OTRO SÍ DIGO: La UNAM es blanco de ataques indirectos, velados, desde las sombras, que pretenden inútilmente disminuir su prestigio y mellar el importante papel que tiene y ha tenido en la vida del país. El pretexto es que jóvenes universitarios fueron víctimas del ataque a un campamento guerrillero donde se encontraban, inermes, sin agredir a nadie y supuestamente seguros. Los que sin hacerlo abiertamente tachan a la universidad pretenden enfrentar dos tipos o modelos de jóvenes: por una parte los idealistas y generosos que a ellos les disgustan y que enfrentan a su propio modelo, los yupis competitivos, exitosos (con el dinero de papá y educación en el extranjero).
Afortunadamente, la universidad está muy por encima de esos ataques lanzados con disimulo y doblez, y sigue formando a muchos jóvenes que, como debe ser, se plantean para su vida actual y para el ejercicio futuro de su profesión valores más altos que los que representan los dólares, las tarjetas de crédito, los autos y la vida de lujos superfluos. Hay muchos jóvenes en las escuelas públicas, universidades, politécnicos, escuelas para maestros, pero también en escuelas privadas, que no abandonan la convicción de que si la sociedad los prepara es para servirla, no para servirse de ella.
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