Ángel Guerra
La Jornada
La masacre de combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia(FARC) por la grosera invasión de Bogotá a territorio de Ecuador obedece a la decisión de Washington de reventar el proceso de liberación de rehenes de de la organización guerrillera a pedido del presidente venezolano Hugo Chávez. El hecho había llevado al renacimiento de la esperanza por una salida negociada al conflicto armado que desangra el país andino hace décadas, recolocado esa posibilidad en la agenda política nacional e internacional y puesto de relieve la vocación pacífica y de fraternidad latinoamericana de Caracas. Ello amenazaba con desactivar la estrategia estadunidense de prolongar indefinidamente la guerra civil en el país andino con el propósito de justificar su creciente presencia militar en el área y, llegado el momento, regionalizar las hostilidades para convertir a América del sur en otro escenario de la “guerra contra el terrorismo” que yugule los cambios políticos en marcha hacia la independencia, la integración y la unidad latinoamericanas.
Uribe no se hubiera atrevido a semejante osadía de no contar con la complicidad de la potencia del norte y una operación de estas características únicamente podía hacerse con la sofisticada tecnología y, probablemente, el personal estadunidense y, hasta aviones, de sus bases militares en Manta(Ecuador) y Tres Esquinas(Colombia) bajo el paraguas del Plan Colombia/Patriota. La ubicación del comandante Raúl Reyes era monitoreada desde hacía días en ese país; como afirmó el presidente Rafael Correa, para asesinarlo no había por qué esperar a que se internara en Ecuador; a todas luces en misión de paz.
Ahora se ve muy clara la intención yanqui de insertar a América Latina en el carril pos 11/9 mediante la inclusión de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional en la lista de organizaciones terroristas, que maneja a su antojo, mientras arrastraba a la Unión Europea y demás socios a hacer lo mismo, cuando esas organizaciones habían conseguido un tácito reconocimiento internacional como lo que realmente son: fuerzas beligerantes dentro de un conflicto provocado e incentivado por el Estado colombiano. En este esquema, Colombia tiene asignado en Suramérica el papel de verdugo del imperialismo que desempeña Israel en Medio Oriente y la incursión de sus tropas en Ecuador es una operación de tanteo con el fin de evaluar la viabilidad de continuar actuando en ese carácter si América Latina no presenta resueltamente un frente político unido que le ponga freno.
Por lo pronto la reacción de Correa ha sido la que cabía esperar de un patriota latinoamericano: digna, firme y prudente, condenando sin cortapisas el ominoso precedente en los foros internacionales, rompiendo relaciones diplomáticas con Colombia y movilizando efectivos militares hacia la frontera con ese país, pero a la vez empleándose a fondo en la diplomacia. En su gira por varios países hermanos ha llamado las cosas por su nombre y reiterado que no hay justificación posible a la agresión uribista, violatoria de los principios de soberanía, autodeterminación, integridad territorial y no intervención y apoyada en una sarta de mentiras. Con su actitud, Correa presta un invaluable servicio a América Latina y a la humanidad en momentos en que Estados Unidos intenta convertir al mundo en una réplica del far west, donde la única razón que impera es la ley del revólver. Ergo, Kosovo.
En la OEA, señal de los nuevos vientos que soplan en América Latina, Washington, el único que apoyaba a Colombia, no pudo impedir la condena, más que implícita, a la peligrosísima agresión a Ecuador.
La voz del pueblo se escuchará hoy en la gran marcha de los colombianos contra el terrorismo narcoparamilitar y de Estado de las fosas comunes, los trucidados por las motosierras, los millones de desplazados, presos políticos y decenas de miles de muertos y desaparecidos.
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