Editorial
Se cumplen hoy 33 años del secuestro policial y la desaparición forzada de Jesús Piedra Ibarra, en el contexto de la guerra sucia desatada por el gobierno de Luis Echeverría contra movimientos de oposición, tanto armados como pacíficos, de aquella época. Salvo por algunas detenciones momentáneas y fugaces, los responsables de ese y de otros crímenes cometidos desde el poder público –Miguel Nazar Haro, Luis de la Barreda Moreno, Mario Arturo Acosta Chaparro, el propio Echeverría y varios otros– han permanecido en la impunidad.
El hilo de continuidad más evidente a lo largo de las siete administraciones presidenciales recientes es, precisamente, la voluntad de encubrir los delitos del antecesor –y no sólo en materia de violaciones a los derechos humanos, por cierto, sino también en los incalculables desfalcos y saqueos que han padecido las arcas públicas a lo largo de estas décadas–, y de 1968 a la fecha, el país ha acumulado una enorme cantidad de crímenes de lesa humanidad sin resolver: la represión del movimiento estudiantil de 1968; el secuestro, la tortura y la desaparición como prácticas regulares, durante los gobiernos de Echeverría y de José López Portillo; los cientos de asesinatos de perredistas en la administración de Carlos Salinas; las masivas violaciones a los derechos humanos en el contexto de la política de contrainsurgencia emprendida por Ernesto Zedillo en Chiapas; las atrocidades represivas –Lázaro Cárdenas, Atenco, Oaxaca– con las que culminó la presidencia foxista, entre otros.
En el sexenio anterior, Amnistía Internacional calificó la situación de los derechos humanos en nuestro país como catastrófica, y durante el actual gobierno las cosas han empeorado. Desde el arranque de la administración calderonista se evidenció un pronunciado deterioro en la preservación de las garantías individuales y los derechos básicos. Los aparatosos despliegues de policías y militares por varias regiones del país, en un supuesto afán de restablecer el estado de derecho y la seguridad pública, se tradujeron, por el contrario, en violaciones graves a los derechos humanos, en una multiplicación de la violencia y en una vasta zozobra caracterizada por combates de creciente intensidad en diversas ciudades.
A esa vertiente del atropello y el abuso deben sumarse los crecientes ataques criminales contra opositores y disidentes: permanecen en prisión varias de las víctimas de la represión en Atenco y en Oaxaca, en la región triqui de esa entidad han sido asesinados recientemente dos comunicadoras y un dirigente social; en la zona chatina fue hallado muerto, con huellas de tortura, el luchador social Lauro Juárez, y crímenes similares han ocurrido en Guerrero, Chiapas y Chihuahua.
El desprecio a los derechos humanos por parte de los distintos niveles de gobierno (federal, estatales y municipales) y de los poderes fácticos (empresariales, caciquiles) es, además, de exasperante y repudiable, sumamente peligroso para la estabilidad del país, en la medida en que alimenta un descontento popular tal vez próximo a colmarse. Por lo demás, resulta inocultable el colapso moral de una autoridad que proclama su intención de implantar el estado de derecho mientras tolera gravísimas violaciones a la legalidad en perjuicio de activistas sociales y políticos, propicia la impunidad de sus agresores y promueve el olvido para crímenes como los cometidos por el poder público en décadas y años anteriores. Es difícil imaginar una manera más eficaz de socavar el pacto social, alentar la ingobernabilidad y llevar a grados extremos el descrédito de la justicia y del derecho entre la población.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario