Editorial
Tras la presentación de un diagnóstico catastrofista y alarmista sobre la situación actual de Petróleos Mexicanos (Pemex) difundido por la Secretaría de Energía (Sener), el líder de la bancada del Partido Acción Nacional (PAN) en el Senado, Santiago Creel Miranda, afirmó ayer que el Ejecutivo federal no presentará iniciativa de reforma energética alguna, sino que ésta habrá de surgir en las propias cámaras legislativas. Las declaraciones de Creel se dan tan sólo unos días después de que Manlio Fabio Beltrones, coordinador de los senadores del Partido Revolucionario Institucional (PRI), negó que ese instituto político vaya a impulsar una reforma constitucional en materia energética o la suscripción de contratos de riesgo entre Pemex y corporaciones trasnacionales, “y de privatización, ni hablar”, situación que dejó entrever un resquebrajamiento de lo que parecía un frente sólido integrado por el gobierno y las cúpulas legislativas priístas para abrir la paraestatal a la inversión privada.
El actual grupo en el poder ha conseguido enturbiar gravemente el debate sobre el futuro de la industria petrolera nacional. Debe recordarse que, en el contexto de su última gira por Estados Unidos, Felipe Calderón había enumerado tres supuestas opciones para Pemex: dejar la empresa “como está”, destinarle más recursos –que tendrían que salir de recortes a “la educación, la salud, el campo o la seguridad”–, o imitar “lo que han hecho otras compañías petroleras estatales” y extraer crudo de aguas profundas. Acto seguido, el gobierno federal se empeñó a fondo –mediante un espot cuya paternidad fue primero negada y luego reconocida, y que costó más de 150 millones de pesos– en persuadir a la sociedad de que el tercer escenario no sólo era deseable, sino indispensable.
Ahora, hasta donde puede verse, la administración calderonista ha calculado trasladar a su propio partido el costo político de la privatización parcial de Pemex y conducir la disputa al seno del Congreso, a fin de abrir un nuevo compás de negociación para asegurar la colaboración activa o pasiva de la mayor parte de los legisladores priístas en el proyecto privatizador. En síntesis, el gobierno federal pretende hacer aprobar una adulteración mayúscula al orden institucional del país, ya sea por medio de una reforma a la Constitución o con adaptaciones a la ley secundaria, sin dar la cara a la opinión pública y sin hacerse responsable.
Al mismo tiempo, el titular del Ejecutivo, Felipe Calderón Hinojosa, se empeña en defender el designio privatizador en forma por demás oblicua: citando frases del escritor Juan José Arreola fuera de contexto, en alusión al movimiento en defensa del petróleo que encabeza el ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador: “México necesita que ya no haya líderes importantes ni dirigentes de multitudes, sino que cada hombre sea capaz de conducirse por sí mismo”. Con ello, Calderón insiste en reducir a la categoría de acarreados y de manipulados a los millones de mexicanos que, por convicción personal y sentido nacional, rechazan los intentos de escamotearle al país su propiedad y sus potestades sobre los recursos naturales.
Por lo demás, el margen de argumentación gubernamental se ha reducido prácticamente a cero a raíz de los señalamientos del propio López Obrador y del Frente Amplio Progresista (FAP) en torno a los dudosos negocios de Juan Camilo Mouriño, secretario de Gobernación, quien cuando fue presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados, y luego subsecretario de Energía, firmó contratos como proveedor de servicios para Pemex. A ello hay que agregar la suciedad descubierta por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) en el manejo de la paraestatal cuando Calderón encabezaba su consejo de administración: inversiones ruinosas en empresas competidoras del extranjero, constitución de fachadas corporativas en paraísos fiscales y, ya bajo la presidencia calderonista, otorgamiento de contratos de dudosa legalidad a corporaciones extranjeras.
En suma, la confusión y las distorsiones sembradas por el gobierno calderonista en este debate –de crucial importancia para el futuro de México– degradan la vida política y restan a las propias autoridades la seriedad y la entereza con que debieran desempeñarse. Por añadidura, con su actitud escurridiza y poco consecuente, la actual administración ha transferido la capacidad real de decisión en la materia a las dirigencias de las fracciones parlamentarias del PRI, incrementando con ello su dependencia de ese partido. Hoy por hoy, las cúpulas del Revolucionario Institucional tienen ante sí la posibilidad de obtener, ante la debilidad y la incoherencia gubernamentales, una gran tajada de poder. Está por verse cómo y en cuánto le cobrarán los favores a un gobierno que, por decisión propia, lo es cada vez menos.
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