Adolfo Sánchez Rebolledo
Me sorprende la facilidad con que algunos comentaristas han aplaudido la llamada “Alianza por la Calidad Educativa para Vivir Mejor”, como si el simple enunciado de sus propósitos equivaliera a una realidad cumplida. Estamos ante un “hecho histórico”, nos dicen. Sin ser un experto, me declaro escéptico, radicalmente escéptico. No puedo confiar en un liderazgo sindical que lleva muchos años dándole la espalda a un estado de cosas miserable que, dicho sea de paso, los ciudadanos de este país conocemos muchos antes de que la OCDE (de la mano del señor Gurría) lo develara. ¿Cómo confiar en una directiva sindical incapaz de atender y resolver los conflictos internos que un año sí y otro también muestran el malestar de sus afiliados, indiferente al decaimiento de la educación y despreocupada por el deterioro de la figura del maestro, condenado a ser un asalariado mal pagado sin reconocimiento social?
Es una ilusión burocrática –no un simple error– suponer que el mismo aparato creado para mantener el orden gremial, con su cadena de privilegios cupulares, sea la palanca para procurar la “revolución educativa” que está haciendo falta. No hay tal. Menos cuando en el planteamiento mismo se elude darle a los cambios propuestos la fuerza de una ley, es decir, sin traducir la supuesta alianza gobierno-sindicato a un compromiso de Estado, pensado, discutido y aprobado por la representación nacional, con el concurso de la sociedad civil interesada en el asunto.
En esas circunstancias, la “astucia” de la lideresa magisterial planea sobre la alianza como un intento, uno más, de revitalizar su presencia decisoria en la coalición de gobierno, aceptando de labios para afuera la urgencia de renovarse o morir (sindicalmente hablando) pero con la vista puesta en la reproducción de su influencia con vistas al futuro inmediato. ¿O será, como ha escrito María Amparo Casar, la reinvención de un método de gobierno que no tiene que pasar por el Congreso, supuesto corazón del Estado democrático? Al parecer, esa podría ser una interpretación pertinente, toda vez que ante “un Congreso en el que los acuerdos son cada vez más difíciles de obtener y los apoyos se venden cada vez más caros”, decisiones semejantes pueden “ser el disparador de otras reformas ‘administrativas’ y la oportunidad para mostrar que hay vida más allá del Congreso. Incluso en materia energética”. ¿En qué quedamos con que la centralidad del Congreso es cuestión estratégica para el país?
Pienso, pues, que los nobles objetivos de la alianza no pueden asumirse sin tomar en cuenta la naturaleza del sindicato que debe sostenerla. La burocracia que manda desde hace décadas en esa organización gremial tiene, sin duda, una enorme responsabilidad por la crisis de la educación nacional, responsabilidad que ahora se quiere trasladar al maestro como tal, o al sindicato como instancia necesaria para la defensa de los intereses legítimos de los trabajadores, con cuya extinción sueña el viejo neoliberalismo patronal. Pero las autoridades educativas, las fuerzas vivas de otros tiempos y los poderes fácticos de hoy no son ajenas a este deterioro de la enseñanza. Los padecimiento educativos –entre ellos la deficiente calidad académica– no se derivan de la falta de vocación del magisterio, que ha dado pruebas fehacientes de su desprendimiento, patriotismo y voluntad de sembrar en la infancia las semillas del conocimiento, pese a la falta de consideración con que en general se le trata.
Los profesores, obligados a regatear el más pequeño aumento salarial, carecen de estímulos suficientes para mejorar su trabajo en escuelas desprovistas de lo más elemental y, sin embargo, hay quienes se escandalizan porque México no es Suecia. En definitiva, la crisis de la educación es también el corolario de la crisis institucional que en muchos sentido aqueja al Estado y viene de lejos. En rigor, esta situación es el resultado perverso de la subordinación de los intereses estratégicos de la enseñanza, incluyendo la mejoría incesante de la calidad magisterial, a las necesidades de la gobernabilidad, es decir, de la sumisión de la organización sindical a la política del Presidente y, como resultado, la preminencia de los fines corporativos sobre las enormes responsabilidades de la educación.
Ahora se propone una serie de estímulos y procedimientos de evaluación para asegurar el máximo aprovechamiento de las potencialidades de alumnos y maestros, favoreciendo los mecanismo de oposición en la asignación de las plazas, en lugar del viejo influyentismo que hoy prevalece, al grado de permitirle a la líderesa cuasi vitalicia contar con un ejército de funcionarios pagados por el Estado a su entero servicio sindical y político ,que sí hace la diferencia a la hora de la confrontación. ¿Significa la alianza que la camarilla sindical dejará de serlo por obra y gracia de su instinto de sobrevivencia? Falta ver cómo se instrumentan dichos criterios para saber si la anunciada “flexibilización” no se transforma, como ha ocurrido en otros terrenos, en simple operación de “limpieza”, en ruptura de las ordenanzas constitucionales en materia laboral o en simple divisionismo para seguir manteniendo a los más pobres y atrasados en la penumbra de sus notorias deficiencias.
Insisto, hay que salir al paso de la falacia consistente en responsabilizar al sindicato y no a sus directivos, al grupo que por décadas ha controlado corporativamente la enseñanza básica, de los graves males que obviamente impiden el progreso de la educación mexicana.
Las autoridades dicen estar preocupadas por la calidad de la educación y se solazan hablando de productividad y globalización. Nada que objetar, pero al mismo tiempo toleran y favorecen la proliferación de escuelas de enseñanza media y superior que no cumplen con los mínimos requisitos exigibles. Con la internacionalización nos hemos llenado de membretes, supuestamente modernos, de universidades patito, destinadas a titular semianalfabetas a cambio de unos pesos. Es la mercantilización que resquebraja la solidez de los sistemas públicos haciendo la labor de zapa que tan bien aprovechan las escuelas privadas de elite para ofrecerse como las únicas opciones.
El sindicato, con Elba Esther a la cabeza, podrá, si así se lo propone, exprimir por un tiempo a la mayoría de los trabajadotes de la enseñanza, pero al final no conseguirá algo que es absolutamente indispensable para la renovación de nuestra sociedad: liberar las energías de los maestros para que ellos mismos, con el auxilio de otras entidades especializadas, realicen las transformaciones requeridas. Dijo don Juventino Castro que la consulta nacional es necesaria y obligatoria desde el punto de vista constitucional. ¿Y en educación?
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