Jorge Lara Rivera
Llego con demora para señalar de qué forma la conmemoración de la gesta gloriosa del 5 de mayo, conocida comúnmente como la Batalla de Puebla (quizá la mayor victoria militar de nuestro país), ha venido cobrando nuevas significaciones que trascienden el ámbito doméstico de nuestro largo y sinuoso proceso para lograr la unidad nacional; ya que, en el presente, se torna una fiesta no sólo de los mexicanos y de nuestros paisanos que viven en los Estados Unidos, ni allá únicamente de los liberales yanquis que la recuerdan –porque saben y les consta su importancia estratégica que impidió la alteración, por intromisión de Francia, del precario equilibrio entre estados unionistas del Norte abolicionista y confederados del Sur esclavista, que habría hecho inviable a la potencia que hoy son–, sino de todos los latinos; es decir su nuevo carácter como legado común en el imaginario de los los diversos migrantes, hijos de los pueblos de la América Latina que han tenido que habérselas con la voracidad y la rapiña de los imperialismos de todo signo y la estulticia de sus propias oligarquías, y quienes ahora, en tierra extraña, llenan las calles para exigir los derechos humanos que justamente les corresponden.
Me ha provocado pensar esto el ritual que, año tras año, en torno a esta fiesta tiene lugar a lo largo y ancho de nuestra Patria, más allá de las representaciones escénicas y escolares: hablo de la Jura de Bandera, ese acto multitudinario, mas solemnemente íntimo que vincula a los jóvenes del Servicio Militar Nacional como pueblo cuando protestan lealtad a su país y se comprometen a no correr en la adversidad abandonándolo a perderse, sino unir sus fuerzas a las de otros para resistir con él, compartiendo su suerte hasta salir victoriosos del trance. Hay mucho de solemne en ello, pero también de simbólico (la Bandera, el Himno, el Escudo de Armas de la Nación, el Juramento) y asertivo por la presencia incontestable de oficiales de nuestro Ejército –sí, nuestro, por más que a algunos les guste colgarse las medallitas, ya que los muertos los pone el pueblo y lo demuestra la Historia.
El origen popular y nacional de nuestras Fuerzas Armadas es innegable y su actividad está regulada desde la mismísima Constitución General de la República.
Pero desde que, desoyendo las voces de quienes desaconsejaban tal despropósito, el mitómano Fox distrajo a nuestro Instituto Armado (¿qué podría esperarse de quien restó valía a la cartilla militar liberada para obtener un pasaporte?) en tareas de policía, contrariando la legalidad constitucional de su actividad, el Ejército Mexicano sólo ha conocido penurias; desgaste e ingratitudes, pues, pese a los dos oportunistas aumentos salariales –largamente esperados, eso que ni qué– y sus innegables éxitos en la lucha que se les impuso, éstos se han visto ensombrecidos por el paradójico incremento en la violencia que presuntamente habrían de detener; menudean los "levantones" y los ejecutados un día sí y el otro también, y –por si fuera poco– se le falta al respeto como institución por quienes más tienen que reconocerle.
En ese sentido, la cosa ha ido de mal en peor, especialmente durante la actual administración federal, toda vez que sin rectificar tampoco ha mostrado decisión ni capacidad para limpiar a los cuerpos policiales y devolver a nuestras tropas a los cuarteles y a sus tareas primordiales, como proteger la integridad del territorio nacional –en lugar de carecer de respuesta para impedir que, cachazudos, los gringos se metan a construir su barda, como ocurrió no hace tanto, de este lado de la frontera.
No son, por otra parte, daños colaterales que puedan obviarse como de consideración menor los raspones a la imagen pública de nuestras Fuerzas Armadas y el daño en la percepción social que de ellas se tiene debido a excesos o ligerezas de algunos de sus elementos en el cuidado a la observancia irrestricta de los derechos humanos del pueblo (al que los soldados están sustantivamente destinados a defender), durante sus operativos –según registran los organismos oficiales y civiles que se dedican a proteger aquéllos. El costo en este campo ha sido demasiado alto.
Lo que de plano resulta inadmisible es la actitud del titular del Ejecutivo quien trivializa el poder simbólico que para nuestro país dimana del instituto castrense. Ya en los primeros días de su gestión, sin importarle "el apego a la ley y al Estado de Derecho" con que se llena la boca en los discursos por cadena nacional, vistió con demasiada ligereza combinaciones arbitrarias del uniforme militar y sin mostrar mayor respeto por, acaso, la más sólida de nuestras instituciones, en un gesto dudosamente obsequioso con quienes lo portan, disfrazó a sus niños con trajes e insignias que imitaban los que usan ¡los altos mandos del Ejército Nacional! (banalizando que representan toda una vida de servicio, disciplina, valor y esfuerzo) durante las fiestas patrias.
Apenas al final de abril se ha reincidido en esta trivialización al trato que se dispensa al Ejército, como quedó exhibido con el uso de un avión Hércules de la Fuerza Aérea Mexicana para el transporte de juguetes del DIF nacional (que preside doña Margarita Zavala) y cuya repartición, hecha con sesgo partidista, no sólo se aleja de las altas y graves tareas confiadas por México a sus fuerzas armadas, sino que por su tufo sectario contradice el sentido nacional que da razón de ser y legitima al Instituto Armado ante nuestro pueblo.
Más reciente es la vacilación del régimen, en detrimento del respeto que el glorioso Ejército del pueblo mexicano nos merece, ya que frente a la búsqueda de diálogo solicitada por el grupo paramilitar que se autodenomina "Ejército Popular Revolucionario" el gobierno luce paralizado –tal vez se deba a la inexperiencia del señor Muriño o al temor del PAN al diálogo auténtico-, cuando está claro que uno de los principios universales de todo Estado es el monopolio de la fuerza. No cabe duda, ninguna: diálogo sí debe haber –y aun amnistía-, pero Ejército sólo hay uno.
La situación hace pensar acerca de dónde y en qué condiciones fueron conscriptos el hoy Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y su Secretario de Gobernación o si les tocó bola blanca.
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