Adolfo Sánchez Rebolledo
La primera jornada del debate sobre la reforma petrolera sirvió para fijar el tono argumentativo, el sentido mismo de este ejercicio saludable. Más allá de las pretensiones de las iniciativas de ley enviadas por el gobierno, es claro que la preocupación por el tema energético trasciende, y con mucho, la intención de sus promotores. No hay esencialismo alguno en ello, pues la explotación del petróleo es y seguirá siendo vital en los años venideros. El martes hubo una serie de intervenciones notables cuya riqueza de contenido inevitablemente pesará a la hora de legislar, pero también como un indispensable esfuerzo de pedagogía ciudadana, tanto o más necesario por cuanto la cuestión petrolera toca una de las fibras sensibles de la movilización popular y, como quiera que se vea, de nuestro futuro como país. Veremos, pues, si las próximas sesiones conservan ese nivel y veremos también si los grandes medios electrónicos se deciden a concederle al debate al menos una fracción del tiempo que le dedicaron a denunciar la toma de la tribuna o si, como hasta hoy, prefieren el tono rijoso al que los obliga el ser la caja de resonancia del gobierno en esta materia.
La urgencia de buscar la modernización de la primera empresa de México se ha querido sustentar en una visión de corto plazo y puramente gerencial o, en el mejor de los casos, en una hipótesis con altos grados de romanticismo económico, es decir, de retórica y promesas utópicas contrastadas con la descripción dantesca del presente, como si las soluciones pudieran imaginarse siquiera sin revisar a fondo las causas de la crisis actual.
Se parte de una petición de principio que muy pocos se atreven a confesar en esta coyuntura: aceptar el axioma de que el capital privado es siempre y en todos los casos más eficiente que el Estado, creencia a la que añade una consideración ideológica de color local, a saber, que el artículo 27 constitucional es una camisa de fuerza que impide la modernización del país, su entrada con pie triunfal a la globalización. “La Constitución no es un texto sagrado –ya ha sido reformada 473 veces–”, pretendió desacralizar Carlos Elizondo, pero su voz no tuvo el eco esperado, pues en la medida que la discusión avanza y se aclara cuáles son las opciones “prácticas”, los defensores de la reforma “radical” han venido disminuyendo por ahora, al extremo de que el presidente del PAN, lejos de convenir con ella, trató infructuosamente de endilgarle a los otros el sambenito de “privatizadores”, mediante un recurso oratorio superficial y poco convincente. Pero no resistió la tentación de lanzar un lugar común contra el más socorrido de los clichés del neoliberalismo nativo de vanguardia: “Ese falso nacionalismo que, en el fondo, qué paradoja, es un argumento conservador, no permite tocar nada, no propone nada, no busca nada”.
Ese es el tono oficial de la hora: el vaso semilleno, el promedio, las medias palabras para designar supuestas verdades incontrovertibles que al instante la realidad desmiente. En el huerto gubernamental florecen los defensores de una reforma “sin privatización”, la reforma “posible” adquirida en el estanquillo de la globalización pero sin cambios constitucionales, para no despertar controversias o sospechas, a la manera como se ha venido haciendo en los hechos la reforma eléctrica, que es un verdadero monumento a la violación, desde el Estado, de los preceptos que en teoría debía defender. ¿Y a quién le importan esas leyes anacrónicas?, parecen decir los otrora adoradores del estado de derecho y hoy convencidos profetas de la reforma energética como simulación dirigida desde Los Pinos: no se defiende un proyecto reformador sino la sanción ventajosa de la “desincorporación parcial, hormiga de funciones”, como acertadamente la llamó David Ibarra y a la que Cárdenas fustigó como una gran mentira. “No se propone reformar la Constitución. Simplemente, sin alterar su texto, se alienta y se está dispuesto a permitir su violación. Eso, planteado por el Ejecutivo y expresado por sus representantes en este foro, resulta todavía más grave que violarla”, dijo el ingeniero.
En fin, las ponencias de Beatriz Paredes, David Ibarra, Cuauhtémoc Cárdenas, Lorenzo Meyer y, en nombre de Andrés Manuel López Obrador, Agustín Ortiz Pinchetti, amén de otras intervenciones pertinentes, pusieron sobre la mesa las cuestiones de fondo, es decir, de “principios” que en todo caso deberían regir la reforma de Pemex y el sector energético en su conjunto. Pienso que el resultado fue muy satisfactorio pues demostró la madurez de los puntos de vista críticos, la naturalidad con que se expusieron complejos argumentos a cuya reflexión sus autores han dedicado años. No había en ellos improvisación alguna. A la convicción unieron conocimientos específicos, sabiduría, experiencia, que no debería echarse en saco roto a menos que se quiera una ruptura aún mayor en la sociedad mexicana. Fue reconfortante escuchar un sereno alegato de izquierda compartido por figuras provenientes de diferentes círculos y partidos como hacía años que no ocurría. Y eso, en las circunstancias actuales, es un signo alentador que no puede eludirse. Hoy, el segundo round.
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