Luis Linares Zapata
Finiquitar el modelo del desarrollo estabilizador, con su política de sustitución de importaciones, tomó décadas, a pesar de los signos claros de agotamiento. El costo de su no renovación fue altísimo. Las urgencias para el rediseño del modelo, tanto en sus políticas públicas como en la efectividad de los diferentes instrumentos empleados, se veían perentorias. Aun así, se dejaron pasar. La realidad fue ninguneada y se perdió tiempo valioso para los remplazos, mismos que no llegaron, sino hasta muchos años después. Y cuando lo hicieron, en los inicios de los años 80, fueron por demás dolorosos. Sin planeación cuidadosa, se dio paso a una transición a matacaballo. Posteriormente, se tuvo que pagar un precio inmenso para entrar al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés.)
La apertura para amoldarse a la globalidad ha sido, por demás, intempestiva y violenta sobre la Fábrica Nacional. Una a una las distintas ramas productivas comenzaron a ser desmanteladas en sus interconexiones. No se recurrió a red alguna de protección que amortiguara sus efectos en las cadenas industriales. Tampoco se preparó a los trabajadores para las nuevas aventuras. La investigación, creación tecnológica y las ingenierías han languidecido en el abandono. No se atendió el complejo entramado agroindustrial existente hasta ese momento.
La llegada del TLC con su retórica que apuntaba hacia la inserción de México en los flujos internacionales del comercio, haciéndolo una potencia exportadora, ha dado como resultado, irónicamente, una enorme maquinaria de importaciones. Sin contar la maquila, se han importado, solamente de 2003 a 2006, 555.3 mil millones de dólares (mmdd) contra 443.2 de exportaciones, incluyendo, claro está, los volúmenes gigantescos de crudo con precios ya en rápido aumento en esos años. Un déficit acumulado de 112.1 mmdd. Y la tendencia apunta hacia un agravamiento progresivo. El paradigma de la globalidad ha sido caro para los mexicanos.
Pero también el modelo actual se muestra, y cada vez más, incapaz de solventar los requerimientos integradores. A pesar de ello, se ha apresurado el proceso para traer de fuera hasta lo más superfluo. El efecto sobre ramas industriales completas está siendo devastador.
¿No son suficientes estos números para cavilar y para actuar en la sustitución del modelo vigente? ¿Cómo se llegó a tan delicada situación? ¿Quiénes se responsabilizan por ello? ¿Por qué si hoy se tiene en el país una capacidad instalada de 36 millones de toneladas de petroquímicos sólo se producen 17? En verdad, aquellos que han participado en la toma de estas decisiones debían concurrir ante un comité de responsabilidades cívicas para que, cuando menos, pidan perdón a la nación. Porque detrás de estas feroces cifras hay grandes y miserables tragedias humanas que claman por justicia. ¿Por qué, si se pueden producir 7 millones de toneladas de fertilizantes nitrogenados, sólo se despacha 1.2 toneladas? Y lo demás que demanda el campo se trae desde el Cáucaso en montos que llegan a los 11.3 miles de millones de pesos en 2006. ¿Qué tipo de responsabilidad tienen aquellos que, a la vista de la crisis alimentaria, han cerrado una tras otra las plantas de amoniaco, de urea, de fertilizantes?
La de la refinación y petroquímica es una verdadera historia de terror neoliberal. Parece que, en efecto, los mexicanos fueran negados para narrar cuentos de éxitos y futuros prometedores. Ciertamente no lo son. Pero si se examina esta tétrica realidad de más cerca, y con la mirada puesta en el largo periodo que la provocó, se puede encontrar el hilo conductor que, al menos, la explica. En el fondo está la peluda, aunque perfumada mano de los hacendistas que han tomado, desde hace muchos años, más de 25 a la fecha, no sólo las decisiones financieras, sino que han formado todo un entramado adicional de intervenciones trágicas. Han diseñado las políticas a seguir, han impuesto una serie de paradigmas financieristas. Paradigmas que ningunean otras consideraciones tales como la formación de conocimiento y tecnología. Han tejido la tupida red de controles que operan con verdadero celo burocrático.
Pero tal situación caótica no es gratuita: obedece a pulsiones bien arraigadas en las cúpulas del poder establecido en el país. En ese ámbito se encuentra la inconfesada, pero efectiva, tendencia a la apertura de los mercados. Todo un envolvente que ha sido el cerrojo de una Fábrica Nacional integrada y la ha convertido en botín de variada clase de aventureros. Toda una tupida maraña de contratistas y traficantes de influencias son los que han tomado ventajas indebidas de esta ausencia nacional de planes de largo plazo, de programas y políticas integradoras que tanta falta hacen.
De este impulso entreguista se derivan políticas e instrumentos variados que actúan sin recato, pero de manera continua y consistente. Todavía encapuchados algunos, pero la mayoría ya hasta con cierta aceptación a manera de falsos axiomas. ¿De qué otra forma se puede catalogar el reciente programa de infraestructura que anunció la Secretaría de Comunicaciones donde sólo las grandes trasnacionales podrán concursar para las obras de tamaño pesado? Las condiciones para entrar y los requisitos a cumplir, de salida, eliminan a medianos y pequeños. Véase, si no, las recientes adjudicaciones de los 17 contratos carreteros. Nueve han ido a empresas extranjeras, siete a españolas. El resto, menos de la mitad fueron para tres empresas mexicanas.
Las empresas constructoras mexicanas, la mayoría medianas o pequeñas, quedan, por esta políticas de apertura indiscriminada, en el más frío desamparo. Las extranjeras llegan, ganan los concursos por su músculo financiero y después subcontratan o reparten tramos o especialidades a las mexicanas. Estas últimas terminan en calidad de efectivos capataces de obreros de rala calificación y son apretadas hasta la quiebra por sus demandantes patrones que sacan el mejor provecho posible y se van canturreando a sus países con las talegas rebosantes.
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