Editorial
El virtual candidato del Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama, afirmó ayer que, en caso de ganar las elecciones de noviembre próximo, pondrá fin a la guerra en Irak “de forma responsable” y procurará “llevar a buen término” el combate con la organización terrorista Al Qaeda y el talibán. Al mismo tiempo, el senador por Illinois reconoció que la cruzada bélica iniciada a principios de esta década por el presidente George W. Bush ha sido particularmente desastrosa para la seguridad, la economía y la imagen mundial de Estados Unidos, y que “el frente central de la guerra contra el terrorismo no está en Irak, y jamás lo estuvo”.
Estas declaraciones apuntalan la percepción generalizada de que la aventura bélica emprendida hace un lustro por la administración Bush, que desde un principio enfrentó la desaprobación de la comunidad internacional y masivas muestras de repudio de la opinión pública, no fue un intento por combatir el terrorismo mundial ni por eliminar imaginarias armas de destrucción masiva, sino una maniobra para proyectar los intereses geoestratégicos y económicos de la mafia político-empresarial que aún controla la Casa Blanca.
Lo dicho por Obama es positivo y esperanzador porque reconoce la imperiosa necesidad de poner fin a una guerra que ha empeorado sustancialmente la inseguridad mundial, que ha conllevado destrucción, violencia, muerte, sufrimiento y zozobra en Irak y en el mundo, y que ha costado la vida de más de 4 mil soldados estadunidenses y de centenas de miles de civiles iraquíes inocentes. Adicionalmente, el mero hecho de que tales declaraciones provengan de uno de los candidatos presidenciales –el que encabeza, por cierto, las preferencias electorales– da viabilidad a una perspectiva que, por elementales consideraciones humanitarias, ha sido deseable desde hace mucho tiempo.
Es de suponer, sin embargo, que el eventual retiro de las tropas estadunidenses de territorio iraquí, incluso en caso de que Obama arribe a la Casa Blanca, enfrentará la oposición de los sectores herederos de la tradición militarista y colonialista de Estados Unidos –de los cuales forma parte el aspirante republicano John McCain–, empecinados en mantener la ocupación militar ilegal y devastadora de esa nación asiática. Significativamente, el propio McCain dijo ayer, en respuesta a la alocución de su contrincante, que la llamada “guerra contra el terrorismo” ha sido “exitosa” y que, “con el número apropiado de soldados”, Estados Unidos puede “ganar a la vez en Irak y en Afganistán”.
Una dificultad principal para resolver la catástrofe creada por Bush en el Golfo Pérsico estriba en remontar los patrioterismos y los triunfalismos en falso de tales sectores. Y es que la conclusión de la guerra en Irak no puede limitarse al retiro de las tropas ocupantes; se requiere, incluso antes de regresar las fuerzas invasoras a su país de origen, que la opinión pública, la sociedad y sobre todo la clase política estadunidense reconozcan con realismo que la superpotencia ha perdido la guerra y que asuman la enorme derrota militar, política, diplomática y hasta moral que esto implica. En efecto, en la guerra de Irak la sociedad estadunidense se encuentra entre los muchos perdedores del conflicto, el cual tiene, por lo demás, un solo beneficiario: el grupo empresarial de consultores y contratistas encabezado por Halliburton, cuyos integrantes han lucrado con el desastre y la tragedia y han obtenido ganancias astronómicas.
Tal reconocimiento es necesario para que la parte agresora empiece a contrarrestar los saldos de destrucción humana y material causados por esa guerra y para que, de conformidad con ese reconocimiento, el gobierno que habrá de tomar posesión en enero próximo actúe como lo hacen los estados perdedores: con el retiro de sus tropas, el traspaso de los puntos del territorio iraquí que controla a la Organización de las Naciones Unidas –a fin de que el organismo se encargue de emprender un proceso de pacificación y de vigilar que se completen sus procesos de transición democrática y normalización de su vida institucional–. Además, ante la devastación injustificada de Irak y de su población, Estados Unidos tiene la responsabilidad internacional de contribuir económicamente en la reconstrucción de Irak y de aceptar los juicios correspondientes por los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante los cinco años que ha durado la ocupación. En lo interno, George W. Bush tendría que rendir cuentas por haber involucrado a su país, mediante mentiras deliberadas, en una guerra catastrófica.
Si no se procede de esa manera, no habrá forma de detener la degradación moral provocada en la vida institucional estadunidense por el todavía presidente ni de despejar los masivos y justificados rencores sembrados en el mundo árabe en el último lustro, los cuales, de permanecer irresueltos, tarde o temprano terminarían por generar expresiones de odio equivalentes a las del 11 de septiembre de 2001.
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