Luis Linares Zapata
Las dificultades para trabajar en armónica pluralidad han sido innegables para las distintas izquierdas nacionales. En el caso de la consulta popular, sus complejidades se erigen como un valladar angustiante. Empezando por la clara definición de los propósitos para emplear tal instrumento, que sigue siendo extraño en la vida pública mexicana. Recurrir a la consulta a sabiendas de que acarrea oposiciones clasistas, muchas de ellas rayanas en la histeria o la ira, requiere perseverancia y hasta terquedad para salir avante de dicha aventura. Aun la pertinencia de llevarla a cabo, en un momento donde las divisiones y la polarización sociales son la regla, introduce dudas continuas. Los recursos para financiar la intrincada logística que su proceso conlleva alientan la incertidumbre. La organización del voluntariado para atender las urnas y facilitar la libre emisión de la voluntad ciudadana es, quizá, el asunto más peliagudo. No se queda rezagado el esfuerzo difusivo para llegar a informar de sus bondades y los usos posteriores de la información por ese medio obtenida. En especial cuando el aparato de comunicación nacional, con su aplastante sonido monocorde, milita, desde su mero anuncio, en contra de ella. La coordinación de sus etapas, y de los agentes que la van definiendo, implica incontables horas de trabajo conciliador que sume desigualdades, méritos diversos, pasiones encontradas, petición de reconocimientos y egoísmos múltiples.
Pero aun en estas circunstancias, la izquierda organizada ha tenido que sobreponerse para aquilatar la opinión de aquellos a los que, cada vez menos, se toma en cuenta a la hora de las decisiones que los afectan. Y lo deben hacer porque esos segmentos sociales son, en efecto, sus referentes, la razón misma de su existir. Sin ellos serían un cascarón a la deriva, sujetas a las circunstancias sin visión de futuro. En cambio, las derechas incrustadas en el poder político o empresarial han desarrollado una aversión a cualquier tipo de consulta directa al pueblo. Sus rechazos al populacho son consustanciales a sus posturas de clase. No les interesa saber cómo viven, a qué huelen, cuáles son sus alicientes y aspiraciones. Lo que desean es mandarlos, ejercer sobre el pueblo los controles que les faciliten la satisfacción de sus masivas ambiciones. Al pueblo lo atisban sólo a través de encuestas, y si son telefónicas mejor. Le hablan a través de mensajes concentrados en la televisión. Lo esterilizan en sus laboratorios (focus groups). Se rehúsan a dar el valor que ejercicios ciudadanos directos exigen. Las masas les causan urticaria, los asustan, les tienen, a la vez, rencor y miedo. ¿Para qué consultarles una cuestión tan compleja? Sobre todo cuando ya se han asumido tantos compromisos privatizadores. ¿Qué, acaso, llegó la misión española con otros encargos?
De estas y otras consideraciones se desprende, y hasta explica, el enorme clamor crítico que la consulta ha levantado entre el oficialismo, sus viscerales reacciones en contra del ejercicio opinatorio, sus desprecios y ninguneos para con sus conductores. Los augurios de fracaso e inutilidad de la consulta se difundieron por cuanto rincón ha sido puesto al alcance de la opinocracia, súbitamente alebrestada. Ninguna excusa opositora se escatimó para deslegitimar la consulta petrolera. Se empezó por negarle base legal (ver Woldenberg versus Ackerman en La Jornada). Siguieron las demandas en tribunales contra el Instituto Electoral del Distrito Federal por su intervención, que calificaron de oficiosa. Inventaron enfrentamientos y rivalidades entre Marcelo Ebrard y AMLO para soslayar su real intención de apertura a la participación. No se olvidaron de recitar las rencillas entre perredistas, sus malhadadas elecciones internas (cochinero) y las encarnizadas luchas entre sus facciones. Un tema central en la descalificación fue la inducción partidista, olvidándose de la negativa del oficialismo a entrar al proceso. Las preguntas y su formulación se pusieron en el picadero de todo aquel que quiso sacar a relucir su dominio del lenguaje. La petición de objetividad inobjetable se convirtió, por transfiguración instantánea, en obstáculo insalvable para los proponentes.
En los últimos días se encontraron nuevos atajos para el descrédito de la consulta popular: “ley de consecuencias involuntarias” (Proceso, D. Dresser), le llaman. Esto quiere ser interpretado como los daños colaterales que viajan con las bondades plebiscitarias. Supuestas malformaciones causadas por los mismos defectos inherentes a las izquierdas, pues ahondan sus diferencias, evidencian sus vicios en lugar de superarlos, se afirman como formulación simplista al recurrir a una evidente petición de principio.
Peor diagnóstico es difícil de encontrar entre los curanderos sociales porque, se concluye, debilita a las izquierdas, no las fortalece. Poco importan los logros obtenidos por tan tedioso e incierto ejercicio. En esta línea argumental, la limpieza del trabajo y su desarrollo pacífico, auditado, se toca sólo de manera lateral. En el mero fondo pulula la inducción de las respuestas, como mal congénito, para rechazar la privatización. Y, más profundo aún que ello, según esta línea argumentativa circular, es el rechazo que las izquierdas hacen del mercado. Esa superestructura que hace a los pueblos progresar no puede soslayarse, menos aún ponerla a referendo con motivo de la industria petrolera. El mercado, además (se supone en esta postura), solidifica la democracia. Un salto conceptual que nunca llega a demostrarse sino sólo se asume como premisa declarativa, mágica, sobrentendida. Cuestionar al mercado es retrógrada, se asienta con soberbia más allá de cualquier demostración.
Las llevadas y traídas reglas del mercado, señores críticos de la consulta, no funcionan en la industria energética, menos aún en la petrolera. No existen. En este rubro estratégico, como en muchos otros que son cruciales (aeroespacial, atómico, alimentario, farmacéutico, balístico, telecomunicaciones y otros muchos más) el ordenamiento desde el poder, las exclusiones forzadas y los apañes imperiales, son la regla. En la energía sólo hay mercados controlados. Ninguna economía funcional abre de par en par sus puertas a los de fuera, a la llamada competencia. Todos las cierran, aun aquellos donde concurren varias empresas (EUA) se protegen con mecanismos insalvables para los de fuera. Las economías que una vez fueron colonizadas por las trasnacionales de la energía han emprendido un proceso restaurador de potestades propias. Y esa realidad es la que quedó comprendida en la segunda pregunta sobre la reforma del señor Calderón, y la de los priístas, pues ambas pretenden constreñir a la industria petrolera mexicana a ser exportadora de crudos e importadora de toda clase de tecnologías, capitales y servicios del exterior. Por último, no fueron pocos los ciudadanos (cercanos a los 2 millones) En las próximas etapas este número será, sin duda, rebasado.
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