John M. Ackerman
Es un grave error, que únicamente contribuye a la zozobra social y la confusión política, insinuar que actualmente estaríamos ante un inminente golpe de Estado. Un golpe de Estado, o coup d’État en francés, ocurre cuando un grupo de poder dentro del mismo Estado toma control del aparato estatal por medio de una acción súbita, estratégica e ilegal. La fórmula más común es cuando una parte de las fuerzas militares depone a un presidente civil, instalando una junta militar o una dictadura unipersonal tal como ocurrió en Chile en 1973, en Argentina en 1976 o en Bolivia en 1980. También existen los llamados “autogolpes” cuando el mismo jefe de Estado actúa al margen de la ley para eliminar otras ramas del Estado. Un ejemplo clásico es el de Alberto Fujimori al disolver el Congreso peruano en 1992.
En México sólo estaríamos frente a un posible golpe de Estado si los generales de las fuerzas armadas o algún grupo de secretarios del gabinete de Felipe Calderón estuvieran fraguando un plan para echar el presidente de Los Pinos. La creciente ola de violencia impulsada por el narcotráfico sin duda alguna representa un ataque a la autoridad del Estado y una afrenta a las instituciones del país, pero hasta el momento ello no ha tomado tintes de golpismo. El crimen organizado no busca gobernar a todos lo mexicanos sino corromper, intimidar y manipular a los gobernantes para que los capos puedan manejar sus jugosos negocios con libertad. Los recientes actos de violencia tanto en Morelia como en el estado de México no buscan derrocar a Calderón, sino intimidarlo o, lo que parece más probable, obligarlo a atacar a los rivales de otra banda de narcotraficantes. No se trata, en lo absoluto, de minimizar la importancia y la gravedad del cobarde asesinato de civiles inocentes, sino de entender la complejidad de la situación política actual para poder actuar de manera inteligente y consecuente.
Sobra decir que la acusación de “golpista” a López Obrador es aún más absurda e irresponsable. El político tabasqueño no controla ninguna parte del Estado ni cuenta con las armas o los medios para derrocar al gobierno de Calderón. Si bien su movimiento ha sido crítico del gobierno federal, también ha demostrado ser totalmente pacífico. El “grito de los libres” en el Zócalo se llevó acabo en total paz y tranquilidad.
En consecuencia, resultan doblemente lamentables afirmaciones como las realizadas por el periodista Ricardo Alemán en su artículo “El golpe toca la puerta”: “El golpe terrorista detonado en la capital michoacana pudo venir lo mismo de bandas criminales del narcotráfico y del crimen organizado, que de grupos radicales de tendencia político-guerrillera… gestados al amparo de quienes lo mismo promueven la polarización y el odio sociales, la pelea entre hermanos, que impulsan la idea de reventar al gobierno de Felipe Calderón Hinojosa y “mandan al diablo” a las instituciones” (El Universal, 17/09/08).
Del mismo modo habría que tener sumo cuidado con la utilización de la palabra “terrorismo”. Estrictamente hablando, un acto de terrorismo lo constituye la utilización de la violencia con el fin de crear un miedo generalizado en la población y así presionar a las autoridades a tomar alguna determinación. Sin embargo, en el actual contexto mundial, la simple utilización del término inmediatamente se vincula con la “guerra contra el terrorismo” emprendida por el gobierno estadunidense con la terrible carga ideológica, política y militar que ello implica. No es gratuito que el embajador de Estados Unidos en México, Tony Garza, hubiera sido una de las primeras personas en utilizar la palabra para definir los acontecimientos de Morelia.
El problema con el abuso de este término es que de nuevo les atribuimos falsamente causas y propósitos ideológicos a simples y llanos narcotraficantes. Los narcotraficantes son principalmente empresarios con objetivos de lucro, no políticos con objetivos de gobierno. La solución entonces debiera ser enfocarnos a golpear las finanzas de estos empresarios violentos, como bien lo ha señalado Javier González Garza (“Estado debilitado”, Reforma, 20/09/08).
Ahora bien, el combate al narcotráfico y al crimen organizado tampoco es una “guerra”. Una guerra implica un conflicto limitado en tiempo entre fuerzas militares organizadas que controlan territorios claramente distinguibles. Pero la lucha contra el narcotráfico nunca tendrá un claro principio o fin, sino que es un proceso constante de conflictividad. Asimismo, la violencia del crimen organizado es dispersa y descentralizada, no organizada en una fuerza militar coordinada. Finalmente, el conflicto actual no es entre dos unidades territoriales, sino dentro de un solo territorio donde es sumamente difícil distinguir entre los adversarios y los aliados.
Por lo tanto, las estrategias típicas de una guerra como el despliegue militar, las bravuconadas publicitarias y la suspensión de las garantías fundamentales nunca serán las más adecuadas. Al contrario, la inteligencia criminal, la actuación cuidadosa y de bajo perfil de las fuerzas del orden, así como el estricto respeto por los derechos humanos deberían ser los ejes rectores de una estrategia inteligente y audaz para neutralizar el poder e influencia del crimen organizado.
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