Editorial
Ayer, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) dio a conocer, en su Panorama de la educación 2008, que México invierte en promedio 2 mil 405 dólares por alumno, cifra que lo coloca en el último lugar de los países miembros del organismo. Este dato pone en relieve el lugar marginal que la enseñanza pública ocupa dentro de las prioridades de este gobierno y los anteriores. En efecto, las recientes administraciones han apostado no por una sociedad preparada y capacitada, sino por una población que sea barata para el gobierno y que resulte, por añadidura, atractiva como mano de obra para las inversiones extranjeras, aunque ello implique privarla de la educación y la capacitación adecuadas. Tal circunstancia provoca que carezcan de sustento los exhortos por insertar exitosamente a nuestro país en el concierto económico global: sin educación no hay economía competitiva.
El gobierno federal asegura que está dispuesto a realizar una inversión sin precedente en enseñanza, en el contexto del proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación enviado por el Ejecutivo a la Cámara de Diputados. Pero, a la luz de los pactos de distribución de cotos de poder establecidos entre la dirigencia corporativa que controla el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y el gobierno que encabeza Felipe Calderón, parece inevitable suponer que buena parte de los fondos referidos terminarán en poder de esa cúpula sindical y que difícilmente los montos planeados servirán para atacar “problemas inerciales históricos”, como aseguró ayer la titular de la Secretaría de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota. De hecho, el principal “problema histórico” que enfrenta la dependencia a su cargo es, precisamente, la existencia de ese liderazgo sindical heredado por el corporativismo priísta y que, en tiempos del gerencialismo panista, gana cada vez más espacios, cotos y atribuciones en la estructura de la administración federal.
Pero el saneamiento y el rescate del sistema de enseñanza pública no debiera ser visto únicamente en función de mejorar el lamentable desempeño de la economía nacional, sino también para vertebrar el combate a la miseria, la desigualdad y la marginación así como para detonar un desarrollo social que ha sido implacablemente postergado por los gobiernos federales desde hace cinco lustros. Por añadidura, la inversión en educación, así como en salud, en infraestructura, en desarrollo agrario, en bienestar social y en creación de fuentes de empleo, debiera constituir el elemento fundamental en una estrategia viable para enfrentar a la delincuencia organizada.
Ciertamente, para contener y desarticular las desbocadas expresiones inmediatas de la criminalidad debe sufragarse la moralización, profesionalización y equipamiento de los cuerpos de seguridad. Pero si no se erradican los caldos de cultivo sociales de la delincuencia, no habrá presupuesto policial ni militar que alcance para que el Estado imponga la vigencia de la ley y restaure la seguridad pública en el territorio nacional.
Sin embargo, el proyecto calderonista de egresos para el año próximo propone un incremento de casi 50 por ciento a la Secretaría de Seguridad Pública federal, un incremento de apenas 2 por ciento a la de Educación Pública y reducciones a los fondos destinados al campo, castigado por décadas de neoliberalismo, y al desarrollo de infraestructura, que es la principal manera de combinar el desarrollo con la generación de empleos.
Es urgente, en suma, invertir el orden de las prioridades de gobierno, ponerlas en sintonía con las necesidades reales del país y dar una mínima viabilidad al cumplimiento de las promesas iniciales del presente gobierno: seguridad y empleo.
Ni seguridad, ni empleo, ni educación, ni nada, porque el gobierno federal ni sabe ni quiere servir a los mexicanos, lo único que le interesa al usurpador es enriquecer y servir a unos cuantos, los que lo sentaron a huevo en la silla presidencial. Exigimos su renuncia.
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