Víctor M. Quintana S.
Si en agosto fue Creel, si en septiembre, Morelia, el 9 de octubre es el bar Río Rosas en Chihuahua el espacio de la masacre. Un comando de siete encapuchados ejecuta a 11 personas, entre ellas al periodista David García Monroy. Cuatro de los muertos tenían antecedentes penales, para los que creen aquello de las ejecuciones sumarias; los demás, se fueron a tomar una cerveza al lugar y al momento equivocado. En su huida rumbo a Ciudad Juárez, los sicarios se enfrentaron a policías federales, con saldo de dos muertos de cada lado.
En lo que va del año 65 personas han sido ejecutadas en siete masacres en toda la vastedad de Chihuahua. Desesperado ya ante el fracaso del operativo que él mismo avaló, el gobernador José Reyes Baeza declara que “la Procuraduría General de la República (PGR) nos ha abandonado”, aduciendo que no participa en las investigaciones ni en los operativos y que hasta ahora la Federación no ha cumplido con enviarles los 70 agentes del Ministerio Público Federal que prometió al firmar el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, el 25 de agosto. Luego el gobierno del estado entrega a la PGR cerca de 580 expedientes de hechos de sangre ligados con la delincuencia organizada para que los investigue y los atraiga por ser su materia.
A diferencia de la masacre de Morelia, Felipe Calderón no se ha hecho presente en el estado, ni ahora ni cuando la matanza de Creel. El propio gobernador se queja que de la Federación no ha habido “siquiera una llamada”.
Ahora sí, el Ejecutivo del estado tiene que reconocer lo que hace mucho tiempo se le observó y él no reconoció: el Operativo Conjunto Chihuahua es un gran fiasco. Se caracteriza más por los fracasos en contener las acciones de la delincuencia organizada y por los abusos a los derechos humanos que por resultados eficaces. No sólo eso: en realidad lo de conjunto no se da. No hay una estrategia común, por ejemplo, durante las operaciones el Ejército acude a la policía estatal, no a la federal. En los cateos, en las detenciones, brillan por su ausencia los agentes del Ministerio Público Federal, violándose el precepto constitucional de que las fuerzas militares deben estar siempre sujetas a las autoridades civiles.
Por otro lado, es de observarse la total ineficacia de otras instancias federales: los tres vehículos en que huyeron los sicarios habían sido robados en El Paso, Texas, apenas unas semanas antes. Las armas que portaban indudablemente fueron introducidas de Estados Unidos. Y, sin embargo, ni las autoridades aduanales ni las policías federales fueron capaces de detectar los vehículos y las armas asesinas cuando pasaron a este lado de la frontera.
Lo que revelan toda esta incapacidad, toda esta descoordinación, toda esta serie de bloqueos mutuos, es que no sólo en Chihuahua, sino en toda la República el esquema calderoniano de los operativos conjuntos es un fracaso total. El amontonar soldados por varias partes del país, lejos de disuadir a los narcotraficantes y sus sicarios, incrementa exponencialmente el riesgo de la población civil, que ahora tiene que cuidarse por todos lados: de la irrupción de sicarios en los lugares donde despliega su vida cotidiana, de las balas perdidas, de los atropellos a sus derechos por parte de las policías y del Ejército.
La estrategia de Calderón en los operativos conjuntos no tiene como propósito primero recuperar o construir la seguridad de las ciudadanas y los ciudadanos. Su objetivo básico es mezquino y mucho más limitado: mediante un gran despliegue de fuerza militar y desplantes mediáticos concitar a la unidad de la población y a partir de ella generar algo de la legitimidad nunca ganada en las urnas.
Entonces no puede uno dejar de acordarse de la Guerra de las Malvinas en 1982. En ese año, un grupo de generales represores, llegados al poder de la Argentina por un golpe de Estado, intentaron construir la unidad nacional y legitimarse convocando al pueblo a luchar por una causa justa: la recuperación de la soberanía argentina sobre las islas Malvinas. Sin una estrategia consistente, mal armados, mal pertrechados, con comandantes que pensaban más en su supervivencia y en su provecho personal, llevaron a decenas de jóvenes argentinos a la muerte en la fría desolación del Atlántico sur. Guerra vacua, perdida desde antes de declararla, no pagada por los generales, sino por la población civil. A eso suena la guerra contra el crimen organizado que emprendió, por cierto vestido de militar, Felipe Calderón.
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