Morelos como anticipo
La prolongada huelga magisterial en Morelos, que se ha extendido ya durante siete semanas, ha generado conflictos adicionales, o los ha puesto en evidencia en forma tal que acaso se condensa en esa entidad un anticipo de la situación nacional en el futuro próximo.
El paro de los profesores que rehusaron iniciar el curso escolar 2008-2009 el 21 de agosto tiene como propósito impedir en Morelos la vigencia de la Alianza por la Calidad de la Educación. Se trata de un ambiguo documento, al mismo tiempo pacto laboral y programa de políticas públicas. Lo suscribieron la secretaria de Educación Pública, Josefina Vázquez, y la presidenta del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Elba Ester Gordillo. No obstante que implica modificaciones relevantes en las condiciones de trabajo del magisterio, integrado por centenares de miles de personas en todos los niveles y formas de la educación pública, el documento no fue ya no digamos analizado entre el personal docente, sino ni siquiera difundido. Firmado en mayo, muchos maestros empezaron a conocer su contenido en agosto, cuando comenzaron las clases y cuando se practicaron exámenes para el ingreso y promoción al servicio magisterial.
El concurso de oposición así establecido es necesario, y por sí mismo saludable (en el doble sentido de digno de saludo y portador de salud) porque permitirá extirpar uno de los cánceres del sistema educativo, que es el tráfico de plazas o su utilización como medio de manipulación política. Pero anunciado de buenas a primeras, sin suficiente información, resultó lesivo para la imagen del profesorado, cuya imagen se deterioró gravemente por las malas calificaciones, reprobatorias en la mayor parte de los casos, de quienes aspiraban a tornar definitivas plazas que ocupaban en calidad de interinos a veces por prolongados períodos. Sin duda es posible conciliar bienes jurídicos encontrados, como el derecho que da la antigüedad con la prueba de suficiencia que proporciona un examen. Y se hubieran podido ensamblar posibilidades en apariencia contradictorias de haberse sometido el documento en que consta la Alianza a debate en el sindicato.
Pero no fue así. De modo que al aproximarse el comienzo del curso la inconformidad contra la Alianza fue expandiéndose en todo el país, sobre todo como es obvio en los territorios donde la disidencia es formalmente mayoritaria (y por lo tanto controla los comités seccionales), pero también donde no lo es, o parecía no serlo.
En Quintana Roo y Morelos sorprendió la rebelión de las bases, que superaron a su dirigencia formal y resolvieron no abrir el curso para impedir la vigencia de un acuerdo que obliga a quienes no tuvieron ocasión de debatirlo y ni siquiera de conocerlo. En aquella entidad peninsular el paro cesó hace ya varias semanas, concluido en una suerte de empate político o aplazamiento de las cuestiones de fondo, pactado para lograr el comienzo del curso. Pero la autonomía de las bases respecto de sus líderes regionales quedó ya establecida y no será remoto que en la próxima renovación del comité seccional las bases rebeldes se doten de su propia autoridad formal.
A diferencia de Quintana Roo, donde la disidencia apareció en una suerte de generación espontánea (dicho obviamente como metáfora), en Morelos había precedentes de movilizaciones contrarias al predominio de Carlos Jonguitud Barrios y Gordillo, como cabezas del "institucionalismo", desde fines de los setentas, cuando se creó la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. Roto con extrema violencia el intento de autonomía sindical, la Sección 19 vivió durante un largo período la combinación de conformismo e imposición que permite a Gordillo regir vastas zonas del sindicalismo magisterial, hasta que el descontento se organizó de nuevo y suspendió las labores en el momento mismo en que debían comenzar.
La huelga ha sido combatida con la vasta panoplia con que cuentan los intereses creados. Aprovechando la rala capacidad de exposición de sus razones, los maestros paristas han sido calumniados como si fueran zánganos voraces que no quieren someterse a reglas nuevas y desean comerciar con sus plazas. Ha habido, efectivamente, en el magisterio un intenso tráfico de puestos de trabajo, gestionado por autoridades y líderes sindicales, que son quienes cuentan con la posibilidad legal de asignar plazas. Por más ganas que tuvieran los profesores de vender su plaza no están en capacidad formal de hacerlo. Además de deformar las posiciones de los huelguistas, se les sometió a la fatiga del paso del tiempo sin acceder a entablar diálogo con ellos. La prolongación del paro por esa sordera amañada (pues el gobierno local panista pretendía arreglar la situación con el comité seccional rebasado por las bases) generó inconformidad en grupos sociales que demandan, con razón, que las escuelas funcionen y los escolares reciban enseñanza. Su exigencia por iniciar los cursos fue alimentada por el gobierno y se han abierto un reducido número de establecimientos, cada uno de los cuales es un foco de conflicto en potencia.
Al mismo tiempo, sin embargo, grupos sociales persuadidos de las razones magisteriales (o proclives a rechazar las posiciones gubernamentales porque han sufrido en carne propia decisiones al margen de la ley o dañinas para el interés general en asuntos como el deterioro ambiental o el choque entre modernidad y tradición en materia inmobiliaria) apoyan la huelga de los profesores y lo manifiestan obturando caminos federales. Eso condujo a la represión: si bien no pueden ser cohonestadas las actitudes de manifestantes que retienen a agentes de la autoridad y los maltratan, menos aún puede ser admitida la dimensión violenta de la respuesta gubernamental.
Un dato preocupante asomó esta semana en ese aspecto del conflicto morelense. No sólo participaron en los ataques a disidentes y resistentes fuerzas policiacas, sino que apareció el Ejército, algo que no había ocurrido en Atenco o en Oaxaca. Aunque su presencia fue marginal, diríase que simbólica, o por eso mismo, no puede dejar de señalarse que asignar de nuevo a los militares funciones de represión política (distintas del combate a la delincuencia organizada, discutibles también) significa un retorno al peor autoritarismo, el que asesinó a civiles indefensos en la Plaza de las Tres Culturas. Tal vez se buscó intimidar solamente, o amenazar con el incremento de la fuerza castrense en caso de que no ceda la rebelión magisterial. Pero, en cualquier caso, hacer que soldados, jefes y oficiales embatan directamente contra quienes protestan nos sitúa en un estadio donde puede aparecer con naturalidad el estado de sitio (o de emergencia), que implica el sacrificio de libertades en bien del orden.
Pretender que un conflicto social puede encararse con sólo medidas de fuerza y hacer participar en ellas a militares, es acaso la lección que en Morelos quiera dar el gobierno a los maestros y con ellos a la sociedad entera, como adelanto de lo que pudiera ocurrir en el resto del país. l
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