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Por Luciano Chiconi (especial, para Noticias del Sur).
Populismo. El terror de los estrictos liberalismos políticos, de las repúblicas, y por último, de las minorías conservadoras dominantes.
El derrotero político latinoamericano actual vuelve a confirmar en que medida la presencia del estado como fijador de políticas y regulador de los flujos económicos no sólo es una mera intervención equilibradora, sino que tiende a encarar y robustecer proyectos nacional-populares.
El Estado se configura como actor político insustituible para tramitar y conducir, de arriba hacia abajo, procesos que favorecen los intereses populares y en determinados casos, pueden activar la movilización social, que no en todos los contextos sociales se desarrolla. Hecho que niega la concepción determinista de la organización en forma espontánea, por sí misma y en base a su "conciencia de clase".
Las formulas matemáticas del manual leninista no son categorías de análisis válidas para comprender la lógica de los populismos, pero a pesar de ello vemos como las izquierdas atómicas argentinas apoyan con fervor a Evo Morales y a Chávez de la misma manera que repudian (en todas sus variante y épocas) al populismo peronista. Paradojas sólo posibles en el perimido mundo fantástico de las biblias y los decálogos dogmáticos del marxismo de importación.
En este contexto, no debe sorprendernos que el Estado populista se ponga como objetivo político la radical modificación de su texto constitucional. La sanción de nuevas constituciones es una característica histórica del nacionalismo popular desde los tiempos de México en 1917 o la Argentina en 1949. Reformas que no son tan sólo las de un texto legal, sino la de un funcionamiento del Estado, ahora orientado a la defensa de los intereses de las mayorías postergadas por el mercado y los Estados-gendarmes.
La constitución bolivariana de Chávez, la nueva constitución de Ecuador votada por amplia mayoría popular y el intento de Evo Morales de sancionar un nuevo texto constitucional son decisiones fuertemente democratizadoras e integradoras de masas, porque amplían los instrumentos del Estado para generar políticas allí donde el capital y el mercado no ven con buenos ojos la "intrusión estatalista".
Pero además, cuando los populismos modifican sus Constituciones, están planteando una confrontación histórica entre los sectores subordinados y las oligarquías y establishments que organizaron y moldearon a su antojo la forma del Estado en sus orígenes, dejando afuera de la organización institucional a las mayorías que retóricamente dijeron representar en abstractos derechos individuales y garantías. Aquí es dónde lo legal queda entroncado con lo político-histórico de una nación.
El Estado pasa a controlar los recursos estratégicos que le permiten el desarrollo hacia expectativas emancipatorias y de reparaciones sociales genuinas y efectivamente practicables.
La reforma legal es política en tanto, como dice Carl Schmitt, el ejercicio del poder estatal implica obtener una plusvalía política (el control de la economía, recursos naturales, las fuerzas de seguridad, etc.) que produce consecuencias directas sobre la vida popular.
Esta afirmación es aún más significativa para los populismos latinoamericanos, que dependen del poder estatal para crear condiciones transformadoras y de movilización popular.
Inaplicables y perimidos los postulados clasistas del marxismo-leninismo para las naciones dependientes en el marco de la división internacional del trabajo (como lo entendió Trotsky al ponderar el nacionalismo popular de Lázaro Cárdenas), las pretensiones emancipatorias sólo pueden intentarse por la vía que los pueblos eligen de acuerdo a sus historias.
Son búsquedas que el pueblo hace a partir de experiencias concretas y el modo de vivirlas políticamente.
En esos trayectos por los que se avanza a tientas, nada tienen que hacer quienes crean portar recetas iluministas y digan ser la voz esclarecida del pueblo.
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