Editorial
La decisión del ex jefe de Gobierno capitalino Alejandro Encinas, de declinar la secretaría general del Partido de la Revolución Democrática (PRD), sin abandonar su militancia en ese instituto político, abre un margen nuevo, ciertamente inesperado, para la participación política de amplios sectores progresistas y de izquierda, tanto al interior como al exterior del sol azteca. Tales sectores han percibido la ocupación de las instancias directivas del partido por la corriente Nueva Izquierda (NI) como un intento de someterlo a los designios del grupo gobernante, y en la designación de Jesús Ortega como su presidente una intromisión indebida del poder público, orientada a domesticar a la principal fuerza electoral de la oposición.
Con su determinación de rechazar el cargo que le correspondería de acuerdo con un formulismo manchado por los desaseos electorales practicados por NI en la elección interna de marzo de este año, Encinas se negó a participar en lo que habría sido una simulación de normalidad institucional en la vida partidista y a avalar la presidencia de Ortega, su oponente en esos comicios, como producto de la voluntad libre y soberana de los perredistas. Y es que, como se señaló en este espacio el jueves de la semana pasada, la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) repitió la conducta exhibida tras el proceso electoral de 2006: reconoció las numerosas irregularidades cometidas pero dio la elección por buena y, de esa manera, legalizó la marrullería, transmitió su propio desprestigio al PRD y convirtió un acto de impartición de justicia en una toma de partido.
Por otra parte, la convocatoria del ex jefe de Gobierno del Distrito Federal a rescatar al sol azteca de “quienes se han enquistado en su burocracia”, y su llamado a “rescatar el proyecto político, los principios y los valores” fundacionales del PRD, resultan reconfortantes para quienes han experimentado la descomposición creciente de ese orrganismo político como una suerte de orfandad partidaria, y ofrecen un cauce de acción institucional a un movimiento social multitudinario que ha padecido en carne propia la conversión de las instituciones nacionales en instrumentos al servicio de una oligarquía política, mediática y corporativa, así como en mecanismos de exclusión, despojo y hostigamiento a las disidencias.
Por añadidura, la toma de posición manifestada ayer por el líder de la corriente Izquierda Unida contribuye a preservar la integridad del Frente Amplio Progresista –el cual, con la perspectiva de la escisión en el sol azteca parecía condenado, también, a fracturarse–, así como los vínculos del PRD con Convergencia y el Partido del Trabajo, y los de estas tres formaciones con los gobiernos estatales y municipales surgidos de esa alianza.
Particularmente atinado fue el señalamiento de Encinas en el sentido de que sería imperdonable que las principales vertientes de la izquierda nacional abandonaran una organización nacional cuya construcción ha costado centenares de vidas, así como sacrificios y esfuerzos innumerables, y en la que confluyen historias de lucha política y social que son parte viva de la historia de México.
Paradójicamente, la situación interna del perredismo, replanteada por las definiciones que aquí se comentan, puede replicar, a su manera, un rasgo central de la circunstancia política actual del país: una esfera oficial con mucho de fachada y poco de contenidos, por un lado, y, por el otro, una energía transformadora de base, plena de significación pero carente, o cuando menos escasa, de representación formal. En suma, en el futuro próximo la disputa por la nación entre el grupo en el poder y el movimiento ciudadano que resiste los designios privatizadores y desarticuladores del oficialismo tendrá, en el interior del Partido de la Revolución Democrática, uno de sus escenarios.
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