Marcos Roitman Rosenmann / I
Nunca antes la elección a presidente de Estados Unidos levantó tantas expectativas, a la par que ha sido huera en debate político. Pareciera ser que las diferencias entre demócratas y republicanos se esfumaron en beneficio de culpar a la administración Bush de todos los males que la aquejen. Un sobrecargado escenario de guerras espúreas, hipotecas basuras, crisis financiera, ecológica y global ameritaba esta decisión. Las mil y una plaga, en una sociedad carente de liderazgo, requería un plan estratégico. Lo más adecuado era buscar un chivo expiatorio y fundar la nación en el marco de un nuevo orden mundial. Los dardos se dirigieron hacia George W. Bush. Así, los jefes de campaña enfilaron el problema con un debate anodino. Grandes proclamas y poca enjundia. Lo más sobresaliente, acusaciones de socialista y musulmán al candidato demócrata.
En estas elecciones se jugó recuperar la confianza en el sistema. Que la maltrecha clase media, a quien se dirigió Obama constantemente, creyese en Estados Unidos como la tierra de las oportunidades bendecida por la divina providencia. En ella se cumplieron los sueños de Jefferson, Hamilton, Franklin, Grant y Lincoln. Se trataba de reeditarlos con la grandeza de un siglo XXI globalizado. El perfil político y cultural afroamericano de Obama se construye con este significado. Su voluntad se presenta al gran público como el afán de superación del hombre hecho a si mismo. A su adversario, John McCain, se le visualiza como un patriota ex combatiente de Vietnam. Su elección supondría continuidad y retrasar la salida a la crisis. Perspectiva nada halagüeña. Con estos argumentos, Obama obtiene un primer triunfo. Gozar de la simpatía de una buena parte de aliados occidentales, inclusive en América latina, Asia, África y Oceanía le ven con buenos ojos. El mundo lo aclama. Un plus que le permite reorganizar la política exterior a su antojo, con un vicepresidente experimentado y un proyecto asentado en el viejo ideario de recuperar la hegemonía mundial lo antes posible.
Para el establishment estadunidense el camino está despejado, América Latina se mantendrá bajo el nuevo orden panamericano; emergente en los años 90 y cuya concepción la encontramos en el concepto de seguridad hemisférica, remodelada tras la guerra fría. Charles Shapiro, actual coordinador principal de Libre Comercio de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental declaraba el 17 de agosto: Evidentemente habrá algunos cambios... dependiendo de quien resulte electo y quien sea el próximo secretario de Estado –pero subrayaba– serán cambios sutiles y de énfasis, estoy seguro de que en lo que respecta a la forma general de la política estadunidense hacia América Latina y el Caribe, ésta continuará en los parámetros que previos Presidentes han seguido durante los pasados 30 años.
Esta visión fue expuesta por José Miguel Insulza, actual secretario general de la OEA, cuando dijo que la seguridad hemisférica era fruto del consenso estratégico entre demócratas y republicanos. A Al margen de la retórica que muchas veces preside los documentos oficiales, todos los participantes en el debate parecen coincidir en la definición general de que los objetivos primarios de la política exterior norteamericana son los de autoconservación, la seguridad y la existencia continua en las mejores condiciones sociales, políticas y económicas posibles. A partir de 1945 la pugna entre aislacionistas e internacionalistas no volvió a producirse, en el sentido de que nadie está en contra de que Estados Unidos asuma un papel hegemónico en los asuntos mundiales y de que en un plano general todos están de acuerdo en que nada de lo que ocurra en el mundo es ajeno al interés de seguridad nacional de Estados Unidos.
Este consenso se observa en las tres anteriores administraciones. En efecto, sin negar las diferencias, todas trabajaron para revitalizar el sistema de dominación. Con tal fin George H. Bush continuó luchando para ganar “conflictos de baja intensidad” que entonces se desarrollaban en Colombia, Guatemala y Perú, así como la “guerra contra el narcotráfico iniciada por Reagan”. También proclamó la Iniciativa para las Américas (dirigida a “crear una zona de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego”) e impulsó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (ALCA) con Canadá y México y el compromiso de Santiago de Chile con la Democracia Representativa y la Modernización de la OEA, aprobado por esa organización en 1991. Todas esas estrategias fueron ratificadas por William Clinton. En su mandato se promulga la Ley Helms-Burton, profundizando el bloqueo hacia Cuba.
Hoy los asesores para América Latina del ahora presidente electo, Barack Obama, Dan Restrepo, miembro de número del Centro para el Progreso de las Américas, y Frank Sánchez, ex subsecretario de Transportes con Clinton, continúan esta tradición. El primero explica que Obama buscará reeditar un lan similar a la Alianza para el Progreso con el fin de exportar democracia, oportunidades y seguridad, de forma que se combatan los retos que encara el pueblo de las Américas, de modo tal que lo que sea bueno para América Latina sea bueno para Estados Unidos.
Versión posmoderna del cliché “Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos”, eso sí, en el contexto del nuevo orden panamericano, definido en las administraciones republicanas. Mientras tanto, Frank Pérez es más contundente. A pregunta sobre la posición de Obama sobre Colombia se despacha de la siguiente manera: El Plan Colombia continuará y queremos agregarle más dinero para fortalecer la democracia, la justicia y el desarrollo económico. Obama ha apoyado fuertemente a Uribe en su lucha contra las FARC, fue uno de los únicos políticos en Estados Unidos que apoyó a Uribe en su incursión a Ecuador. Ni Bush fue tan abierto con el apoyo en ese ataque.
Sin embargo, estas declaraciones pasan inadvertidas para los analistas, desconociéndose que las decisiones sobre el subcontinente las toman la Secretaría de Estado, de Defensa, la comisión del Senado, la Cámara de Representantes y el establishment político, además de los lobbys.
El consenso funciona bajo el unilateralismo y manda la aplicación de la lucha contra el narcoterrorismo, el Comando Sur, la DEA, con su plan Iniciativa Antinarcóticos Andina, y los Tratados de Libre Comercio. Los dos asesores no alterarán el itinerario, salvo pequeños retoques. Del tratado de libre comercio, Pérez se desplaza al concepto de una vocación de comercio justo, aunque no aclara su significado. Es más contundente al manifestar la ayuda militar para luchar contra la subversión y el narcotráfico. Lo dicho debe interpretarse como mantener las bases en Perú y el Caribe. Tampoco se oponen a militalizar la frontera con México y consolidar los centros de operativos de avanzada en Honduras y El Salvador y otorgar continuidad al Plan Puebla Panamá. En definitiva, continuidad.
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