Miguel León-Portilla
Contra lo que a algunos parecía impensable, en el país más poderoso de la Tierra ha sido elegido como presidente un afroamericano. A lo largo de su campaña y luego, ya electo, en un discurso memorable, Barack Obama ha reiterado que su gobierno traerá muchos y muy requeridos cambios. Y si por todas partes surgen expectativas, ¿qué podemos pensar en América Latina y en particular en México? Nosotros compartimos con Estados Unidos una frontera de cerca de 3 mil 500 kilómetros y además hay 40 millones de hombres y mujeres de origen mexicano que viven, como suele decirse, “del otro lado”.
Un mexicano se pregunta: ¿cómo podrá Obama dar un sesgo radicalmente distinto al de la era de George W. Bush, ocho años de la más nefasta historia? Ello implicará poner fin a dos guerras –Irak y Afganistán– que han causado cientos de miles de muertos e infinidad de heridos, con la destrucción de esos países y un costo que alcanza cifras estratosféricas. En un libro reciente titulado La guerra de los tres billones de dólares, Joseph E, Stiglitz y Linda Bilnes declaran, entre otras muchas cosas, que: “Ni Estados Unidos ni la economía mundial pueden permitirse el lujo de seguir persiguiendo unos objetivos mal definidos en Irak, en un conflicto cuya factura pagaremos todos durante décadas”. ¿La crisis económica que afecta hoy al mundo tiene acaso sus raíces en esa guerra de los billones de dólares?
Capítulos que avergonzarían a cualquier país son, además de esas guerras, las intervenciones y amenazas en contra de otras naciones; la violación de los derechos humanos en la prisión de Guantánamo; el infame bloqueo a Cuba; el desentenderse de acuerdos como el de Kyoto en relación con el calentamiento global, siendo Estados Unidos el país que más contamina en el mundo; haber concedido vía libre a un neoliberalismo rampante que ha desquiciado la economía global, provocando quiebras en cadena, pérdida de fuentes de trabajo e incremento en la pobreza extrema que afecta a millones de seres humanos, entre ellos incluso a muchos estadunidenses. En fin, haber propiciado la mentira y la farsa al hablar de democracia y libertad mientras en la era de Bush han sido pisoteadas.
Pero si todos esperamos cambios en estas y otras cosas, ¿qué puede añadir un mexicano? Parodiando el dicho atribuido a Porfirio Díaz, podría decirse ahora: “pobre y desventurado México: tan lejos de Dios y tan cerca de un país gobernado por un sicópata de muy escasas luces y enorme agresividad”. Un mexicano espera que Obama se dé cuenta, o que alguien le haga ver, que ni México ni toda América Latina quieren seguir siendo tenidos como patio trasero de Estados Unidos.
Un mexicano espera que haya cambios en asuntos tan importantes como el trato dado a los inmigrantes documentados o indocumentados que contribuyen con su trabajo a la economía de Estados Unidos. Y en este contexto, un mexicano desea que los muros levantados en la frontera entre países que se dicen amigos desaparezcan. También espera una mayor equidad en las relaciones económicas y, en particular, en el vigente tratado de libre comercio, que ha de ser instrumento de justicia y equidad. Un mexicano espera que el gobierno estadunidense impida el tráfico de armas hacia México, empleadas luego por los narcotraficantes. Y, asimismo, espera que se tome conciencia de que Estados Unidos es el gran supermercado de estupefacientes. Un mexicano espera que no se repitan las acciones dirigidas a usar a la ONU como instrumento para perpetrar actos como la invasión de Irak, trágica aventura en la que el señor Aznar pretendió involucrar a México.
La lista de las expectativas del mexicano y de tantos otros ante los propósitos de cambio de que ha hablado Obama podría alargarse mucho más. El mexicano sabe que la actuación de éste, por sincera y honesta que sea, va a ser muy difícil. Tendrá él que superar obstáculos que en buena parte son fruto de ocho años de uno de los peores gobiernos que ha tenido Estados Unidos. Por encima de todo, hay algo que el mexicano considera imprescindible: Barack Obama no puede fallar a su país y al mundo. Los millones de descendientes de africanos en Estados Unidos, el muy considerable número de gentes de origen asiático y los 40 millones de mexicanos y ocho más de otros hispanos, entre los que muchos votaron por él, no pueden ser defraudados.
Es necesario que Obama reconozca que Estados Unidos debe dejar de ser el que todo lo ordena, el policía del planeta, que interviene con pretextos de democracia y libertad. Tendrá que tomar conciencia plena de que, aparte de su país, hay otras potencias como la Unión Europea, Rusia y Japón, así como naciones emergentes, China, India, Brasil, México, Argentina y otros, que también tienen derecho a ser escuchadas.
Dicho en otras palabras: Obama debe aceptar que es hora de dar entrada a un orden mundial en el que se tomen en cuenta otras voces y, además, se fomente un sistema económico equilibrado, en el que sea una prioridad erradicar la pobreza. Y respecto de Estados Unidos, tendrá que aceptar que es un país pluriétnico y que lo será todavía más en un futuro próximo. Estimaciones confiables pronostican que para el año 2040, los afroamericanos, los asiáticos y los hispanos serán mucho más numerosos. Estos últimos serán cerca de 30 por ciento de la población total de ese país, o dicho en números redondos, llegarán a 130 millones. Abrir los ojos y la mente ante realidades como éstas ayudará a Obama a situarse en un mundo en el que, si hay globalización, también perduran las diferencias culturales que, a la corta y a la larga, son riqueza de enorme valor, con un peso específico que en la toma de decisiones sería absurdo desdeñar.
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