Editorial
La multitudinaria movilización realizada ayer en esta capital, en la que participaron organizaciones sindicales, campesinas y sociales, es botón de muestra del vasto descontento que recorre amplios sectores de la población por los efectos de la crisis actual; por la continuidad, en los últimos sexenios, de una política económica antinacional, depredadora, concentradora de la riqueza en unas cuantas manos y generadora de pobreza masiva, y por la falta de respuesta del gobierno federal ante un panorama desastroso, que amenaza con empeorar en semanas y meses próximos.
Las demandas de los miles de manifestantes reunidos ayer en el centro de la ciudad de México –un verdadero acuerdo nacional en apoyo a la economía familiar y el empleo, la inclusión del derecho a la alimentación en la Constitución, el cese en las alzas de productos básicos, la renegociación del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, entre otras– tienen especial validez en un momento como el presente, en el que miles de familias corren el riesgo de perder sus medios de subsistencia, si no es que los han perdido ya, a consecuencia de la recesión económica; cuando el encarecimiento de los productos básicos observado en el último tramo del año pasado y el inicio del presente constituyen una verdadera ofensiva a la economía popular; cuando los salarios del común de los mexicanos –los que aún permanecen empleados en el sector formal– acusa una severa pérdida de poder adquisitivo, y cuando, en consecuencia, las condiciones de vida de amplias franjas de la población se han deteriorado en forma por demás alarmante y se empeoran las condiciones de rezago social que el país arrastra desde hace décadas. Es de destacar, asimismo, que durante esta movilización se haya puesto en relieve la necesidad de rescatar el campo, un rubro de suma importancia que, sin embargo, ha sido excluido de los planes anticrisis anunciados por la administración calderonista.
Además de la inconformidad social, la movilización de ayer puso de manifiesto la cerrazón y la insensibilidad del grupo que detenta el poder. Tales actitudes se reflejan, de manera por demás emblemática, en el hecho de que el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, y otros funcionarios del actual gobierno –principales destinatarios de las demandas ayer expresadas– ni siquiera se encuentren en el país, sino en Davos, Suiza, donde se desarrolla un foro en el que los principales ponentes son, precisamente, los defensores de las ideas y directrices económicas que han causado el actual desastre.
De hecho, algunas de las declaraciones realizadas por el propio Calderón en el marco de dicha reunión –vanagloriarse del ínfimo crecimiento del producto interno bruto en el año pasado; calificar a su equipo económico como “uno de los mejores del mundo”– evidencian la falta de voluntad de su parte por cambiar el rumbo en materia económica, y todo parece indicar que su plan de acción ante la crisis se limita a la aplicación de medidas insuficientes, tardías y hasta insultantes para el sentido común como “congelar” los precios de las gasolinas después de una treintena de aumentos o “reducir el incremento” en los costos del diesel.
Ante la cerrazón gobernante y la frivolidad e indolencia de la clase política en su conjunto, movilizaciones como la de ayer constituyen acaso uno los últimos cauces para manifestar el descontento de la población. Sin embargo, en la medida en que las condiciones económicas empeoren y el gobierno se mantenga en la misma postura, los riesgo de acentuar la inconformidad social se incrementarán. Así sea para garantizar su propia viabilidad política, el calderonismo debiera empezar a mostrar un mínimo de claridad, comprensión y capacidad de reacción ante el adverso entorno económico.
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