Si algo caracteriza al calderonista Acuerdo Nacional a Favor de la Economía Familiar y el Empleo (ANFEFE) son, antes que nada, sus ausencias; después, la pobreza de su contenido. Y, finalmente, la obsesión de la elite empresarial y política por mantenerse fieles a un modelo capitalista amenazado por el fantasma de la depresión a escala mundial, y cuyos gobernantes y promotores se ven obligados a recurrir a las políticas económicas keynesianas para tratar de salir de su propia crisis, ocasionada en su insana fe en el bastardo “mercado libre”. Bastardo en el sentido de que nunca ha existido ese tipo de mercado que supuestamente se ajusta automáticamente, como si su destino fuera regido por una mano divina o por la “ética” empresarial, sino que siempre uno y otro han requerido de la intervención estatal, que protege, subsidia y solapa las tropelías cometidas por los inversionistas, a quienes deja hacer lo que se les pega la gana para acrecentar sus ganancias por cualquier medio y los rescata, a costa de las mayorías, cuando hunden el barco.
Recientemente escribió, en el diario español El País, el economista Joseph Stiglitz: “Ahora somos todos keynesianos. Incluso la derecha en Estados Unidos se sumó al bando keynesiano con un entusiasmo desenfrenado y en una escala que, en algún momento, habría sido verdaderamente inimaginable. Lo que está sucediendo ahora es un triunfo de la razón y la evidencia sobre la ideología y los intereses”.
Sin duda, Stiglitz exageró las cosas. Primero porque se volvieron keynesianos por necesidad, no por convicción y, además, nada es permanente. La depresión de la década de 1930 obligó a abandonar el fundamentalismo del “libre mercado”, luego de que había provocado el desastre. Sin embargo, después retornó arropado bajo el monetarismo, las “expectativas racionales” y otros credos económicos como los que profesan desde Miguel de la Madrid hasta Felipe Calderón, de Pedro Aspe y Miguel Mancera a Agustín Carstens y Guillermo Ortiz. Ahora vuelven a ser cuestionados, pero pueden volver a retornar. Luego, porque no todos se han travestido de keynesianos. Felipe Calderón, Agustín Carstens y Guillermo Ortiz son la evidencia de que aún subsisten cruzados fieles, pese a que de momento se han quedado solos entre los escombros en su búsqueda del platónico paraíso perdido del “mercado libre”. Se niegan a apartarse un centímetro de su fundamentalismo, de su abnegación por las recetas del “consenso” de Washington, aunque Bush nunca lo haya impuesto plenamente en su país y Barack Obama tampoco ha “recomendado” al resto del mundo que abandone el devastador neoliberalismo.
El ANFEFE es una parodia de los “pactos” neoliberales salinistas. En sus formas corporativas, Carlos Salinas simuló que los “acuerdos” de clase, que impuso autoritariamente desde arriba, fueron compartidos por el propio gobierno, los empresarios y los trabajadores que, supuestamente, aceptaron distribuir “equitativamente” los sacrificios y los beneficios. En el despotismo “democrático” calderonista, nadie, salvo el gobierno, se comprometió en algo. Sólo fueron invitados de piedra escenográficos. Sólo el gobierno decidió aplicar ciertas medidas a “favor” de la “economía familiar y el empleo”, pero ambiguamente, al no aventurar plazos y resultados específicos ni mecanismos de sanción ante su incumplimiento, ni formas de participación de los demás sectores supuestamente “involucrados”. Los empresarios no se constriñen a nada. A los trabajadores, como en el salinismo, no se les consultó ni se les tomó en cuenta, quizá con excepción de los líderes corporativos que han negociado –con el pago de sus servicios– con el calderonismo para salvaguardar sus intereses tribales y sus parcelas de poder. Para los neoliberales priistas y panistas, los asalariados no existen; los ocupados en la industria pesquera lo ilustran. Sólo se les concede otra vez el papel de víctimas propiciatorias. En un año electoral, a los damnificados de la crisis neoliberal autóctona les dará algunas cuantas monedas, si alcanzan, para que ver si, agradecidos, votan este año por el partido de la derecha clerical. Calderón, Carstens y Ortiz se plagian el estilo del panista Hilario Ramírez, alcalde de San Blas, Nayarit, que, para “apoyar a la gente”, degrada a los niños aventándoles 5 mil, 10 mil, 100 mil pesos en monedas. O al panista Fernando Urbiola, parásito de la comisión de la familia del Congreso queretano, quien, ante el ruina neoliberal, recomienda a la población “aprender a economizar, buscando una dieta alimenticia (sic) con la ayuda de la actividad, por decirlo así, nutricionalmente”.
Dice Stiglitz: “La teoría económica keynesiana se había dedicado a explicar, durante mucho tiempo, por qué los mercados sin obstáculos no se autocorregían, por qué se necesitaba regulación, por qué era importante el papel que jugaba el gobierno en la economía”. Pero hasta el momento los “nuevos” keynesianos no han reestablecido las reglamentaciones ni modificado la estructura de funcionamiento del modelo. Obligados por las circunstancias, se han limitado a aplicar políticas monetarias (recorte de los réditos) y fiscales (gasto público y baja de impuestos) keynesianas, sin preocuparse por la magnitud del déficit estatal, la disponibilidad de recursos y la inflación, contenida por la brutal caída del ingreso de la población, del alto desempleo y la mayor pobreza mundial. Todo es válido para tratar de rescatar a los responsables de la hecatombe y al capitalismo, aún cuando los resultados han sido desalentadores y sólo un milagro evitará el hundimiento del sistema en una deflación.
Si los neoliberales son parcialmente “conversos”, ¿por qué debemos esperar a que los calderonistas sigan el ejemplo? Ellos también esperan el prodigio, pero sin defeccionar. Son leales a las elites que los encumbraron y a sus creencias. Su nuevo “acuerdo” contra la crisis reafirma su militancia neoliberal y su entusiasmo, que no es mucho, por actuar hasta donde las reglas del “libre mercado” lo permitan. Por ello, en los cinco “pilares” y los 25 puntos de su ANFEFE no consideró necesario:
1) El activismo fiscal. No reestructurará ni consolidará los ingresos públicos. No elevará la recaudación ni reducirá la petrodependencia tributaria ni recuperará su perfil redistributivo: mayores impuestos a los ricos y recortes para los pobres para atenuar la pérdida de su poder adquisitivo, debido a la crisis y la inflación que el gobierno estimula. No modificará la naturaleza del gasto, no lo utilizará anticíclicamente. No recobrará la rectoría estatal del desarrollo. Las finanzas públicas seguirán subordinadas al tótem del balance fiscal cero. Los “pilares” cuatro y cinco, con sus siete puntos, son burda bisutería. El presupuesto que se ejercerá en infraestructura no tiene nada de novedoso. Ya había sido programado por el Congreso desde diciembre, y su ejercicio efectivo dependerá de que no haya un desplome brusco de los ingresos petroleros y no petroleros, debido a la mayor contracción esperada en los precios del crudo, el consumo, la producción y el empleo, y que los “empresarios”, en un escenario de crisis, participen en la “inversión impulsada”. El dinero que le prestará el gobierno a los inversionistas para realizar las obras públicas no establece las condiciones: plazos, intereses, etcétera. El uso de los excedentes petroleros sigue opacado por la discrecionalidad. Respecto de la oportunidad y la “transparencia” presupuestal, los calderonistas no tienen por qué comprometer su honor. Están obligados por ley. Que no se ciñan a ella y que nadie la imponga es otra cosa. La aplicación del gasto ha sido arbitraria y se observa en el doloso subejercicio. En el “transparente” manejo de los recursos nadie duda. Es tan claro como el dinero desviado de la Secretaría de la Reforma Agraria a la dirigencia del Partido Acción Nacional-Distrito Federal. Es tan impoluto como el parasitismo de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
2) El cambio de la política monetaria. El banco central no se compromete a nada. No se modificará su ley orgánica. Mientras que Estados Unidos, la Unión Europea o el Reino Unido han reducido los réditos nominales a 0 por ciento –negativos en términos reales– para tratar de superar la crisis de liquidez y de solvencia y evitar la quiebra de más empresas y el aumento del desempleo, para reactivar la demanda por medio del crédito a la inversión y el consumo, Guillermo Ortiz, el amigo de los especuladores, actúa en sentido contrario, premia a los inversionistas financieros con altos intereses reales. En promedio, en 2008 los internos fueron, al menos, tres veces mayores que los pagados en Estados Unidos. A Guillermo Ortiz sólo le preocupa la inflación y la estabilidad cambiaria, sostenidas por los flujos de capital. Y el único método que conoce es mantener altos los réditos que encarecen el costo del dinero, medida que, adicionalmente, le ayudaba a atraer capitales que abarataban el dólar y el precio de los bienes importados. Así, junto con la esterilización parcial de la liquidez, pudo bajar temporalmente la inflación, pero a costa de afectar la inversión, el consumo y la posibilidad de crear nuevos empleos. Pero todo se salió de control en 2008: la inflación local se disparó por el aumento especulativo de los precios de los bienes importados, la especulación financiera interna y externa, la manipulación de las cotizaciones internas por parte de Carstens y los “empresarios”. La devaluación, que entre julio de 2008 y enero de 2009 llegó a 34 por ciento, terminó por descontrolar la inflación y destruir el esquema de Guillermo Ortiz. La política monetaria perdió su eficacia.
Recientemente escribió, en el diario español El País, el economista Joseph Stiglitz: “Ahora somos todos keynesianos. Incluso la derecha en Estados Unidos se sumó al bando keynesiano con un entusiasmo desenfrenado y en una escala que, en algún momento, habría sido verdaderamente inimaginable. Lo que está sucediendo ahora es un triunfo de la razón y la evidencia sobre la ideología y los intereses”.
Sin duda, Stiglitz exageró las cosas. Primero porque se volvieron keynesianos por necesidad, no por convicción y, además, nada es permanente. La depresión de la década de 1930 obligó a abandonar el fundamentalismo del “libre mercado”, luego de que había provocado el desastre. Sin embargo, después retornó arropado bajo el monetarismo, las “expectativas racionales” y otros credos económicos como los que profesan desde Miguel de la Madrid hasta Felipe Calderón, de Pedro Aspe y Miguel Mancera a Agustín Carstens y Guillermo Ortiz. Ahora vuelven a ser cuestionados, pero pueden volver a retornar. Luego, porque no todos se han travestido de keynesianos. Felipe Calderón, Agustín Carstens y Guillermo Ortiz son la evidencia de que aún subsisten cruzados fieles, pese a que de momento se han quedado solos entre los escombros en su búsqueda del platónico paraíso perdido del “mercado libre”. Se niegan a apartarse un centímetro de su fundamentalismo, de su abnegación por las recetas del “consenso” de Washington, aunque Bush nunca lo haya impuesto plenamente en su país y Barack Obama tampoco ha “recomendado” al resto del mundo que abandone el devastador neoliberalismo.
El ANFEFE es una parodia de los “pactos” neoliberales salinistas. En sus formas corporativas, Carlos Salinas simuló que los “acuerdos” de clase, que impuso autoritariamente desde arriba, fueron compartidos por el propio gobierno, los empresarios y los trabajadores que, supuestamente, aceptaron distribuir “equitativamente” los sacrificios y los beneficios. En el despotismo “democrático” calderonista, nadie, salvo el gobierno, se comprometió en algo. Sólo fueron invitados de piedra escenográficos. Sólo el gobierno decidió aplicar ciertas medidas a “favor” de la “economía familiar y el empleo”, pero ambiguamente, al no aventurar plazos y resultados específicos ni mecanismos de sanción ante su incumplimiento, ni formas de participación de los demás sectores supuestamente “involucrados”. Los empresarios no se constriñen a nada. A los trabajadores, como en el salinismo, no se les consultó ni se les tomó en cuenta, quizá con excepción de los líderes corporativos que han negociado –con el pago de sus servicios– con el calderonismo para salvaguardar sus intereses tribales y sus parcelas de poder. Para los neoliberales priistas y panistas, los asalariados no existen; los ocupados en la industria pesquera lo ilustran. Sólo se les concede otra vez el papel de víctimas propiciatorias. En un año electoral, a los damnificados de la crisis neoliberal autóctona les dará algunas cuantas monedas, si alcanzan, para que ver si, agradecidos, votan este año por el partido de la derecha clerical. Calderón, Carstens y Ortiz se plagian el estilo del panista Hilario Ramírez, alcalde de San Blas, Nayarit, que, para “apoyar a la gente”, degrada a los niños aventándoles 5 mil, 10 mil, 100 mil pesos en monedas. O al panista Fernando Urbiola, parásito de la comisión de la familia del Congreso queretano, quien, ante el ruina neoliberal, recomienda a la población “aprender a economizar, buscando una dieta alimenticia (sic) con la ayuda de la actividad, por decirlo así, nutricionalmente”.
Dice Stiglitz: “La teoría económica keynesiana se había dedicado a explicar, durante mucho tiempo, por qué los mercados sin obstáculos no se autocorregían, por qué se necesitaba regulación, por qué era importante el papel que jugaba el gobierno en la economía”. Pero hasta el momento los “nuevos” keynesianos no han reestablecido las reglamentaciones ni modificado la estructura de funcionamiento del modelo. Obligados por las circunstancias, se han limitado a aplicar políticas monetarias (recorte de los réditos) y fiscales (gasto público y baja de impuestos) keynesianas, sin preocuparse por la magnitud del déficit estatal, la disponibilidad de recursos y la inflación, contenida por la brutal caída del ingreso de la población, del alto desempleo y la mayor pobreza mundial. Todo es válido para tratar de rescatar a los responsables de la hecatombe y al capitalismo, aún cuando los resultados han sido desalentadores y sólo un milagro evitará el hundimiento del sistema en una deflación.
Si los neoliberales son parcialmente “conversos”, ¿por qué debemos esperar a que los calderonistas sigan el ejemplo? Ellos también esperan el prodigio, pero sin defeccionar. Son leales a las elites que los encumbraron y a sus creencias. Su nuevo “acuerdo” contra la crisis reafirma su militancia neoliberal y su entusiasmo, que no es mucho, por actuar hasta donde las reglas del “libre mercado” lo permitan. Por ello, en los cinco “pilares” y los 25 puntos de su ANFEFE no consideró necesario:
1) El activismo fiscal. No reestructurará ni consolidará los ingresos públicos. No elevará la recaudación ni reducirá la petrodependencia tributaria ni recuperará su perfil redistributivo: mayores impuestos a los ricos y recortes para los pobres para atenuar la pérdida de su poder adquisitivo, debido a la crisis y la inflación que el gobierno estimula. No modificará la naturaleza del gasto, no lo utilizará anticíclicamente. No recobrará la rectoría estatal del desarrollo. Las finanzas públicas seguirán subordinadas al tótem del balance fiscal cero. Los “pilares” cuatro y cinco, con sus siete puntos, son burda bisutería. El presupuesto que se ejercerá en infraestructura no tiene nada de novedoso. Ya había sido programado por el Congreso desde diciembre, y su ejercicio efectivo dependerá de que no haya un desplome brusco de los ingresos petroleros y no petroleros, debido a la mayor contracción esperada en los precios del crudo, el consumo, la producción y el empleo, y que los “empresarios”, en un escenario de crisis, participen en la “inversión impulsada”. El dinero que le prestará el gobierno a los inversionistas para realizar las obras públicas no establece las condiciones: plazos, intereses, etcétera. El uso de los excedentes petroleros sigue opacado por la discrecionalidad. Respecto de la oportunidad y la “transparencia” presupuestal, los calderonistas no tienen por qué comprometer su honor. Están obligados por ley. Que no se ciñan a ella y que nadie la imponga es otra cosa. La aplicación del gasto ha sido arbitraria y se observa en el doloso subejercicio. En el “transparente” manejo de los recursos nadie duda. Es tan claro como el dinero desviado de la Secretaría de la Reforma Agraria a la dirigencia del Partido Acción Nacional-Distrito Federal. Es tan impoluto como el parasitismo de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
2) El cambio de la política monetaria. El banco central no se compromete a nada. No se modificará su ley orgánica. Mientras que Estados Unidos, la Unión Europea o el Reino Unido han reducido los réditos nominales a 0 por ciento –negativos en términos reales– para tratar de superar la crisis de liquidez y de solvencia y evitar la quiebra de más empresas y el aumento del desempleo, para reactivar la demanda por medio del crédito a la inversión y el consumo, Guillermo Ortiz, el amigo de los especuladores, actúa en sentido contrario, premia a los inversionistas financieros con altos intereses reales. En promedio, en 2008 los internos fueron, al menos, tres veces mayores que los pagados en Estados Unidos. A Guillermo Ortiz sólo le preocupa la inflación y la estabilidad cambiaria, sostenidas por los flujos de capital. Y el único método que conoce es mantener altos los réditos que encarecen el costo del dinero, medida que, adicionalmente, le ayudaba a atraer capitales que abarataban el dólar y el precio de los bienes importados. Así, junto con la esterilización parcial de la liquidez, pudo bajar temporalmente la inflación, pero a costa de afectar la inversión, el consumo y la posibilidad de crear nuevos empleos. Pero todo se salió de control en 2008: la inflación local se disparó por el aumento especulativo de los precios de los bienes importados, la especulación financiera interna y externa, la manipulación de las cotizaciones internas por parte de Carstens y los “empresarios”. La devaluación, que entre julio de 2008 y enero de 2009 llegó a 34 por ciento, terminó por descontrolar la inflación y destruir el esquema de Guillermo Ortiz. La política monetaria perdió su eficacia.
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