09 febrero 2009
Una familia llega a emergencias del Seguro Social con su hijo en brazos, el médico que le atiende sabe que debe hacer una transfusión sanguínea; pero asegura que desde su punto de vista religioso inyectar sangre de una persona a otra es un pecado, Dios es el único que debe y puede decidir si una persona vive o se muere.
Este médico hace una objeción de conciencia, las enfermeras se quedan calladas, los padres insisten en el derecho a la salud. Por desgracia, en el Seguro Social hay sobredemanda de servicios y nadie les escucha. Las implicaciones jurídicas de un médico impidiendo el derecho a la salud del niño, a razón de sus valores religiosos, son claras y la sociedad actuaría de inmediato.
En marzo del 2008 George Bush, ex presidente de Estados Unidos, apoyó desde la Casa Blanca a su secretario de Salud, Michael Leavitt, para que los médicos que atienden a mujeres y niñas víctimas de violencia sexual que quedaron inseminadas por su violador, pudieran negarse a hacer la interrupción legal del embarazo.
El Estado norteamericano había legalizado años antes el derecho de las víctimas de violación a no gestar un producto inseminado involuntaria y violentamente en su cuerpo. También la ley respetaba la objeción moral de los médicos, pero exigía que éstos refirieran a la paciente de inmediato con servicios de salud que sí respetaran la decisión de la víctima de violación. Bush y su gabinete de Salud violentaron la ley y el voto de las mayorías, imponiendo decisiones personales y religiosas. Leavitt pidió que los médicos pudieran no solamente negar el acceso a otro servicio médico, sino también desacreditar la existencia de la violación misma. Además intentaba retirar el castigo, en caso de que el médico negara referir a su paciente.
Los grupos ultraconservadores llevaron esta batalla al territorio de la manipulación emocional y religiosa, así como a la descalificación escandalosa y violenta. El desgaste fue brutal para millones de personas. A pesar de todo, quedó claro que las mujeres y niñas violadas tienen un derecho inalienable a tomar decisiones sobre su salud sexual y reproductiva. Un médico no es juez para determinar si existió o no una violación.
El problema con la objeción moral, en cuanto a la terminación del embarazo por violación, es mayúsculo. Violar nuevamente los derechos de las víctimas negando el suceso traumático, exigirles que usen su cuerpo como incubadora del semen de un sujeto violento que por la fuerza les inseminó, parecería un argumento medieval, pero es una campaña global del siglo XXI.
La Secretaría de Salud mexicana, avalada por asesores jurídicos de Felipe Calderón, acaba de hacer exactamente la misma jugada que Bush y Leavitt, pero con la Norma Oficial de Salud 046.
En marzo de 2006 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) exigió al gobierno mexicano que respetara el derecho a terminar un embarazo forzado por violación. Tres años después, luego del discurso de Calderón ante el tercer Congreso Mundial de las Familias, a escondidas, Presidencia y Salud cambiaron las palabras claves, como los estadounidenses, para dejar a las mujeres abandonadas por la ley y los servicios de salud.
Las viejas tácticas de firmar tratados y leyes contra la violencia hacia mujeres con la mano izquierda frente a medios internacionales, sólo para quebrantar leyes y derechos humanos con la mano derecha. Les toca al Congreso de la Unión y a la sociedad decidir si aceptan, o no, otro engaño presidencial.
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