Por Lydia Cacho
He aprendido mucho desde que soy bloguera. Me fascina el ciberespacio para “hacer comunidad”, para compartir ideales, debatir ideas y descubrir perspectivas sobre lo que nos ocupa y preocupa. Y para construir movimientos sociales.
Con los años me he topado de todo. Los que navegan buscando los pequeños errores para descalificar, los que insultan o amenazan, los pesimistas endémicos, los asesinos en potencia que recomiendan aniquilar políticos. Los que critican lo que no dijimos y no lo que sí se planteó. O quienes creen que opinar sobre un caso es generalizar sobre todos. Están las angustiadas solidarias que preguntan qué hacer y cómo ayudar en tal o cual causa. Están quienes siempre aportan algo más a los textos y nos ayudan a aprender más. Y quienes se comprometen a partir de estos debates.
Durante 25 años he sido parte de un movimiento social de mujeres que ha logrado transformar efectivamente la manera en que percibimos la violencia contra mujeres, niños y niñas. Abrimos un albergue para personas con VIH-sida, hartas de sentir la angustia de saber que cientos de jóvenes en nuestra comunidad morían en el abandono médico y emocional. Años después fundé, con unas amigas, un refugio para mujeres maltratadas. Donde reconstruyen su vida con sus hijos e hijas. Es el trabajo más luminoso que he hecho en mi vida.
Nunca dejé de trabajar como periodista. Eso no me hace especial, ni heroica; sólo tomé una decisión de vida, decidí ser parte de una sociedad civil profesional, trabajar por una vida digna para mí y mi comunidad.
Sé que las transformaciones sociales tienen que ver con estrategias, no con sacrificios. Establecer una agenda concreta, como la erradicación de la violencia, implica crear mensajes precisos y actuar en congruencia; dejar de reaccionar ante el conflicto y enfocarnos en atención y prevención directa. Prevenir no es decirle a la gente lo que está mal, sino enseñarle herramientas para enfrentar y salir de esas dinámicas.
Necesitamos encontrar un discurso común sobre qué significa la violencia y qué significa la paz. Si para lograr la paz exigimos la participación del Ejército, la contradicción conceptual genera más conflictos que soluciones. Evidentemente no es fácil, porque la transformación social precisa de evolución individual. Para trabajar contra la violencia, necesitamos admitir la violencia que ejercemos todos los días en pequeña o gran escala.
La cultura nos nutre de mitos que dificultan la acción social positiva. La gente repite que la violencia es “connatural al hombre”, que la prostitución es “el negocio más antiguo de la humanidad” y que la corrupción política “es inevitable”. Pero sabemos que ejercer violencia es una decisión, que la explotación sexual es parte de una industria multimillonaria, y que los políticos deben rendir cuentas y la sociedad puede, si quiere, transformar a sus gobiernos. La fuerza de la sociedad civil no está solamente en señalar lo que está mal, sino en sus estrategias para transformarlo. Es un trabajo colectivo, y la manera de reaccionar determina nuestro papel para construir la paz o para nutrir la violencia. Cambiar el discurso sería el principio. México no es un país corrupto, muchos mexicanos eligen serlo. Los golpeadores eligen maltratar a las mujeres. La guerra-circo contra el narco no hacía falta. Se necesita enjuiciar a los gobernadores, empresarios y banqueros cómplices, no negociar con ellos. Construir la paz no es un sueño, sino una estrategia, ¿o no?
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