Gustavo Esteva
La etiqueta Estado fallido es una noción vaga e inasible que Estados Unidos emplea para dar apariencia de legitimidad a sus injerencias en otros países. Pegarla sobre México revelaría la intención de intervenir en el país para rescatar a Calderón de su desastre.
La noción es espuria, pero no el hecho. Una larga gestión fallida ha producido un fracaso rotundo. Botones de muestra:
● Una quinta parte de los mexicanos ha tenido que emigrar.
● La desnutrición se extiende, junto al hambre absoluta y el número de pobres.
● La violencia caracteriza la vida cotidiana –con decapitados, fosas comunes y cadáveres colgados de puentes. La peor es la del Estado, que acumula muertos, heridos y desaparecidos. La Suprema Corte certifica formal y pomposamente las violaciones a leyes, garantías individuales y derechos humanos… así como la impunidad de quienes las cometen. Los ministros, bien forrados los bolsillos, contribuyen al desmantelamiento sistemático del estado de derecho y visten al despotismo con el manto de simulacros de tribunales.
● Tras el feminicidio, en Ciudad Juárez se entregaron funciones civiles al Ejército sin declarar el estado de excepción. Celebrar esta violación abierta de la ley sirve para acreditar tal política ante ciudadanos intimidados por la violencia y el uso arbitrario, general e insensato de la fuerza pública, que constituye ya la fuente principal de inseguridad.
● Mientras desaparecen los empleos, las formas autónomas de trabajo digno sufren persecución feroz.
● La representación ciudadana se rinde al juego de las mafias y los poderes fácticos…
● Los funcionarios electos, empezando por el Presidente, llegaron a sus posiciones en elecciones cuestionadas, basadas en la manipulación, la compra de votos y el fraude electoral, rasgos que también caracterizan la vida interna de los partidos.
● El fracaso generalizado del Estado incluye el del mercado, abandonado irresponsablemente a su propia dinámica, bajo el prejuicio interesado de su supuesta capacidad de autorregulación.
Aunque la situación en México es particularmente grave, estos fracasos son bastante generales y exigen preguntarse por el sistema mismo –no sólo por sus operadores o rasgos. En el mejor de los casos, el régimen democrático opera como una oligarquía benevolente y en el peor –Oaxaca, digamos– es el manto que cubre a una tiranía corrupta y sicopática.
En vez de ocuparse del fondo del asunto, empero, para hacer frente a la crisis profunda que apenas empieza, funcionarios y políticos de todo el espectro ideológico se aferran a esas instituciones fracasadas, como si fueran todavía tablas de salvación: sólo las próximas elecciones y el 2012 concentran su atención, sólo la lógica del poder por el poder.
“En el punto en que la democracia se afirma como tabú de la tribu empieza a negarse a sí misma, a instituirse como manera desnuda de dominio, como bruta sinrazón sin otro objeto que perpetuar el para tantos insoslayable estado de cosas… ¿No será ésta nuestra peculiar variante de fundamentalismo? ¿No se tiene a sí mismo por el único camino verdadero en vez de uno más entre los posibles o deseables? ¿No comparte con otros fundamentalismos análoga pretensión de verdad definitiva y conquista irrenunciable? ¿No le animan idénticas aspiraciones de universalidad y criminal celo expansivo? ¿No se adorna de una misma ceguera respecto a sí mismo? ¿No se estará creyendo en la Democracia bajo la misma ilusión con que se cree en el Corán o en el carácter divino del imperio?”
Archipiélago (núm.9) lanzó esta advertencia en plena transición española. Le pareció que el cinismo, la corrupción y el desarreglo de gobiernos y partidos, así como la continua inyección de miedo, miseria y frustración que aplican a sus súbditos exigían rehacer los fundamentos de las instituciones en que se ampara el presente estado de cosas, sin ceder al chantaje de la mentirosa dicotomía Democracia/Dictadura…
Los mexicanos lo sabemos bien. Probamos ya todo. No bastan reformas del sistema o recambio de dirigentes o partidos. El sistema mismo está podrido.
Encerrados en el cuarto de máquinas rodeado de policías, disputando interminablemente sobre el camino a tomar ante la tormenta perfecta, políticos y expertos no se dan cuenta que el barco en que vamos todos se hunde. Pero la gente, en cubierta, se ha dado cuenta y comienza a tomar medidas. Arman botes y balsas, en pequeños grupos, y se lanzan al agua.
Esta imagen, eficaz para describir lo que ocurre arriba y abajo, exige un complemento: las iniciativas que la gente está tomando, por mera supervivencia o porque sienten llegada la oportunidad de alcanzar antiguos ideales, necesitan articularse. Sólo así podrán llegar al archipiélago de la convivialidad y observar desde ahí cómo el barco termina de hundirse, con todos sus dirigentes adentro.
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