El presidente de México está tratando de utilizar la epidemia de influenza porcina para consolidar su poder.
Por John M. Ackerman
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La reacción inicial del gobierno de México a la epidemia de influenza porcina no inspira confianza. Prácticamente hablando, su lenta respuesta le ha permitido a la enfermedad salirse de control, resultando en hasta 100 muertes en México y 20 casos de infección en Estados Unidos. Desde un punto de vista político, el presidente mexicano Felipe Calderón parece utilizar la epidemia para consolidar su poder.
Nuevos casos de influenza empezaron a aparecer en la Ciudad de México el 18 de marzo. La primera muerte ocurrió el 12 de abril. Pero el gobierno arrastró los pies, esperando que fuera un caso aislado. Las muertes se acumularon en los días siguientes; la administración de Calderón rechazó tomar acciones decisivas.
No fue sino hasta que se descubrieron media docena de casos en los Estados Unidos que las autoridades mexicanas enviaron muestras mucosas a laboratorios en E.U. y Canada para hacer alguna prueba. Los resultados de laboratorio inmediatamente lanzaron la alarma por todo México y el mundo. Pero casi un mes se había perdido.
Una causa fundamental de la respuesta tardía es el terrible estado del sistema de salud pública de México. Debido a los años de negligencia del gobierno, los pacientes más pobres normalmente necesitan esperar por horas o hasta días para ver a un doctor. Las medicinas escasean. La red más larga de hospitales públicos recientemente ganaron un “premio” como la agencia de gobierno con más cinta roja inútil.
Es por eso que un gran porcentaje de los mexicanos más pobres ni siquiera se molestan con ir al doctor al sentirse enfermos. Es más efectivo automedicarse antibióticos o antivirales, que son fácilmente accesibles en los mostradores de las farmacias. Esto lleva a serios problemas para detectar nuevas enfermedades. Para colmo, los laboratorios mexicanos no tienen los datos de los perfiles necesarios para detectar varios de los nuevos virus.
Calderón ha actuado con determinación al cerrar escuelas y cancelar eventos públicos en los días recientes. Pero esas acciones llegan tarde. Él podría haber reducido significativamente la severidad de la epidemia si le hubiera dado prioridad al cuidado de la salud pública.
Además, Calderón ha utilizado esta crisis sanitaria para concentrar poder político en sus manos. El sábado, asumió un decreto para colocar al país entero bajo un estado de emergencia. Él autoriza al secretario de salud para inspeccionar o detener cualquier persona o propiedad, poner retenes, ingresar a cualquier edificio o casa, ignorar reglas de procedimiento, deshacer cualquier reunión pública y cerrar centros de entretenimiento. El decreto establece que esta situación continuará “hasta que dure la emergencia”.
Esta acción viola la Constitución Mexicana, que normalmente requiere al gobierno obtener una orden judicial formal antes de violar las libertades civiles de los ciudadanos. Incluso cuando se está combatiendo una “grave amenaza” a la sociedad, el presidente está obligado constitucionalmente a tener la aprobación del Congreso para aplicar cualquier suspensión de los derechos básicos. No hay excepciones para este requerimiento.
El consentimiento del Congreso es un elemento clave en un sistema de controles y equilibrios. De otra forma, “estados de emergencia” se vuelven excusas para hacer retroceder por largo plazo las libertades democráticas y civiles. La respuesta a los eventos del 11 de septiembre del 2001, llevaron a la peligrosa erosión de las garantías individuales en todo el mundo, incluyendo los derechos a la privacidad, movimiento, asociación y juicio justo. En Latinoamérica hay una larga historia de usar estados de emergencia como estratagemas para justificar acción militar y regresar al autoritarismo. Esto ha ocurrido recientemente en Peru, Ecuador, y Colombia.
Calderón ya ha movido en esta dirección su lucha contra los cárteles de la droga. Sin el consentimiento del Congreso, ha colocado a los militares a cargo de la aplicación de la ley, establecido retenes ilegales en todo el país, y un estado de excepción de hecho en ciudades como Ciudad Juárez. Su respuesta a la epidemia de influenza no hace sino exacerbar esta tendencia autoritaria.
De hecho, parece que Calderón está buscando consolidar su ruptura con los principios fundamentales del constitucionalismo liberal y la separación de poderes.
El jueves pasado, Calderón presentó un proyecto de ley al Congreso que le permitiría declarar el estado de emergencia en cualquier momento y sin el consentimiento del Congreso. Si se aprueba, el proyecto de ley permitiría el Consejo de Seguridad Nacional, compuesto por personas designadas por la presidencia, la concesión de amplios poderes a los militares y la suspensión de las libertades civiles básicas en la totalidad o en partes del país a solicitud del presidente. Este consejo tendría la facultad de continuar la situación de emergencia durante el tiempo que quiera.
Dicha ley supondrá un golpe al cuerpo de la democracia mexicana. Calderón no deberá tener problemas para obtener el apoyo abrumador del Congreso a sus importantes medidas de emergencia contra la influenza porcina. Pero no se le debería permitir usar esta emergencia como excusa para socavar las instituciones democráticas de México o ignorar las causas profundas de la actual crisis de salud.
John M. Ackerman es profesor en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de Mexico, editor en jefe de la Revista de Derecho de México, y columnista de la revista Proceso y el periódico La Jornada.
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