Octavio Rodríguez Araujo
Hay quienes, en materia electoral, confunden la gimnasia con la magnesia, como por ejemplo al decir que las elecciones no se basan en la igualdad sino en su contrario, es decir que tendrá más probabilidades de triunfo el que tenga más dinero que el que carezca de éste. La igualdad, y lo digo con pena ante la tumba de Perogrullo, no existe; es una aspiración de los sistemas socialistas, que tampoco existen. Los sistemas electorales no son sólo compatibles con el capitalismo y con las desigualdades que éste suele producir en la sociedad, sino con cualquier sistema social. Desde luego, si la sociedad es desigual también lo serán los partidos, y sus dirigentes y afiliados. Pero aun así, los partidos socialistas, cuando existen en los países capitalistas, deberán participar no sólo porque los procesos electorales les brindan tribunas para su discurso, sino porque los puestos de representación les brindan la oportunidad de dirigirse a la nación y dar a conocer sus planteamientos. Así ha ocurrido en el pasado y no sólo en México, e incluso personas ajenas al Congreso han tenido oportunidad de expresarse ante él, como fue el caso de la comandanta Esther del EZLN el 28 de marzo de 2001.
Estos mismos críticos de los sistemas electorales nos proponen que los partidos políticos deben desaparecer ya que confrontan, en nuestro caso, a los mexicanos e impiden su unidad y su cooperación. De golpe nos transportan a la segunda mitad del siglo XVIII en Estados Unidos, cuando George Washington, un liberal por antonomasia, se oponía a los partidos por idénticas razones: porque fomentaban confrontaciones entre los ciudadanos (es pertinente recordar que Washington no pertenecía a partido alguno y que no era anarquista). La sociedad, conviene tenerlo presente, es desigual y, además, sus miembros no piensan de igual manera. Los que piensan de una cierta forma y comulgan con una ideología, suelen formar un partido o afiliarse a otro existente con el que coinciden, y otros a otro y a otro, según sean las diferencias y las afinidades entre los ciudadanos. Es por esto que en la historia de los partidos modernos los ha habido de ultraizquierda, de izquierda, de centro, de derecha y de ultraderecha. Desde luego, los anarquistas no forman partidos, pues sería una contradicción, ya que todo partido supone, en nuestros tiempos, jerarquías y, por lo tanto, dirigentes y dirigidos, es decir autoridades y principios de autoridad que, por definición, los anarquistas rechazan salvo en su discurso: cuando descalifican a quienes piensan de manera distinta (autoritarismo e intolerancia verbales), lo que es muy frecuente.
Quienes llaman a abstenerse lo hacen porque están convencidos de que la política, los políticos y sus partidos, son parte de la corrupción imperante y del sistema de privilegios que el sistema capitalista ha propiciado. No proponen la abstención como una forma cómoda de ver pasar la historia desde la ventana de su habitación, sino como una protesta ante el sistema, mismo que hay que destruir para construir otro. ¿Cuál? No nos lo dicen con claridad, pero sugieren que debe ser uno donde, mediante asambleas en las que se tomen las decisiones a mano alzada y no por voto secreto, no haya personas que establezcan relaciones de dominación sobre los demás.
El primer problema que no debe pasarse por alto es que no somos iguales ni pensamos lo mismo sobre las dificultades que vivimos y cómo resolverlas. El segundo problema es que somos parte, incluso como opositores, de un sistema de poder y dominación que no controlamos y que, si nos abstenemos, le estamos dejando la cancha, la pelota y las reglas con lo que, como en las confrontaciones deportivas, perderíamos por default, es decir, por defecto, al no elegir una opción distinta a la de quienes tienen ese poder. En otros términos, al abstenernos electoralmente fortalecemos el poder de quienes ya lo tienen, tal vez esperando que la luz o un líder nos iluminen, nos organicen, nos muevan y finalmente hagamos la revolución liberadora en la que unos, sin duda, tratarán de quedarse con ella y convertirse en nuestros nuevos dirigentes para gozar de los privilegios que no tuvieron en el sistema derrocado. ¿Alguna revolución ha sido distinta en este sentido?
La abstención, incluso como rechazo, es otorgar, no tocar el sistema contra el cual supuestamente se está. Es algo así como el que calla otorga en lugar de luchar, permanentemente y no sólo durante las elecciones, por construir un partido de izquierdas o por reformar el o los existentes para hacerlos lo que pensamos que deben ser. Los dirigentes de los partidos hacen y harán lo que quieran si las bases –modestas, grandes o muy grandes– lo permiten. La democracia participativa encuentra sus límites precisamente cuando quienes debieran participar se abstienen y se dan por derrotados antes de iniciar su acción democratizadora. Y, por si fuera poco, quieren todo para ayer en vez de ser pacientes y persistentes. Les resulta más cómodo decir que todos los partidos y los políticos son una porquería en lugar de transformar los partidos que les podrían ser afines y de convertirse en políticos no corruptos ni oportunistas que de veras actúen consistentemente por lo que dicen defender y luchar.
Puedo parecer ingenuo, pero conozco gente honesta, decente y consistente ideológicamente en lo que hace.
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