26 noviembre 2009
Para los franceses, con fama de heroicos guerreros, nada es comparable. Ni siquiera las grandes victorias en Argelia, Alma y Magenta. Incluso alguien me dijo que el país africano de Camerún fue rebautizado así en honor de esa derrota militar, que paradójicamente es una gesta luminosa para el orgullo de Francia: la batalla de Camarón, en México.
Cuentan las crónicas que era el año de 1863. Y que a pesar de la batalla de Puebla un año antes, la Segunda Intervención Francesa persistía en la instalación de un imperio. Por eso llegaron nuevas tropas que por miles de efectivos salieron luego de Veracruz para porfiar en la toma del altiplano.
Así se jugó el destino de un destacamento de avanzada formado por 62 hombres y tres oficiales al mando del teniente Jean D’Anjou, quien tenía una mano de madera, recuerdo de otras guerras. Así que eran puros hombres muy bragados: además de los franceses, una legión extranjera de alemanes, suizos, españoles y hasta daneses. Todos fraguados lo mismo en los hielos de Sebastopol que en las ardientes arenas del desierto africano. Nomás que para su mala suerte, antes de clarear aquel 30 de abril, fueron avistados por una gran fuerza mexicana comandada por el coronel Francisco de Paula Milán. Eran mil 200 soldados de a pie y 800 más de caballería. Muchos de ellos acababan de dejar el arado días antes y andaban con escopetas que se caían de viejas. Pero con todo y todo, la suerte estaba echada.
Con las primeras luces los mexicanos se fueron sobre los franceses cuando éstos apuraban las viandas del desayuno. Así que los invasores se replegaron como pudieron hasta refugiarse en la Hacienda de Camarón, todavía en Veracruz. Aunque eso de hacienda es un decir de un caserío de adobe de 50 por 50. Total que ahí se hicieron fuertes y empezó aquella batalla que nadie olvida. Que comenzó a las ocho de la mañana y terminó a las cinco de la tarde.
Una y otra vez se sucedieron las cargas furiosas de infantería y caballería, hasta que los muertos se fueron amontonando en las barricadas francesas. Aquello era un estallido de fuego y gritos en no se sabe cuántas lenguas. También del lado francés empezaron a caer con las panzas y cabezas reventadas.
Por ahí del mediodía y entre tanto charco de sangre el coronel Milán decretó una tregua y mandó al oficial mexicano de origen francés Román Lainé a ofrecerles la vida a cambio de la rendición. D’Anjou y sus hombres agradecieron el beau geste pero dijeron que seguirían hasta la muerte. Poco después un tal Barrientos de allá de por Jalapa logró romper el cerco y entraron al fin los mexicanos a un espanto de polvo y pólvora en el que no se reconocían unos a otros mientras se destrozaban con bayonetas y machetes. Al final, quedaron sólo tres franceses en pie, ya sin armas, pero luchando hasta el último aliento.
Por eso yo como muchos cuando pensábamos en Francia y en el honor rememorábamos ese día de sangre y fuego… y gloria. Ahora cuando pensamos en Francia y el deshonor vemos la mano de Henry. Y nos da rabia el precio de un Mundial de Futbol. Lástima por Thierry y por Francia. Pero sobre todo por los caídos en Camarón.
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