Pedro Miguel
El Ciudadano se hizo una imagen mental de la montaña de datos optimistas que contenía su Informe de gobierno: escuelas, hospitales, carreteras, exportaciones, salarios, precios, crecimiento, normalización de la vida política, ensanchamiento de la democracia, avances en materia de derechos humanos, resultados espectaculares en el combate a la delincuencia organizada, decomisos sin precedentes de armas, drogas y mercancía pirata, medidas para reactivar el agro, acciones contundentes a favor de las zonas marginadas, programas de protección para los emigrantes y los inmigrantes, reformas visionarias a importantes instituciones del Estado, erradicación de prácticas corruptas en las dependencias públicas, recuperación del liderazgo internacional y de la armonía en las relaciones exteriores...
El recuento era propicio para secretar una generosa cantidad de endorfinas. El Ciudadano disfrutó la sensación de bienestar generada por aquel río de cifras que lo envolvía como una frazada en el frío de la sierra tarahumara, como la exhalación de un aire acondicionado en la primavera de la Tierra Caliente, como una cápsula a prueba de insultos en el barullo del Congreso. Cuánto le habría gustado leer en ese momento, para complementar el canto de los números, lo siguiente:
Así como soy existo. ¡Miradme! / Esto es bastante. / Si nadie me ve, no me importa, / y si todos me ven, no me importa tampoco. / Un mundo me ve, / el más grande de todos los mundos: Yo. / Si llego a mi destino ahora mismo, / lo aceptaré con alegría, / y si no llego hasta que transcurran 10 millones de siglos, esperaré... / esperaré alegremente también. / Mi pie está empotrado y enraizado sobre granito / y me río de lo que tú llamas disolución / porque conozco la amplitud del tiempo.
De pronto un recuerdo de juventud se infiltró en la ensoñación: evocó el enojo y la fatiga que le causaban, en sus remotos tiempos estudiantiles, los mensajes presidenciales del primero de septiembre, más feos y rimbombantes que un discurso de papá de quinceañera, “tejidos con la más exquisita demagogia” y en los cuales se prometía “redención social y bonhomía”. Pensó en la imposibilidad de pronunciar aquellas piezas oratorias sin hacer a un lado congruencia e integridad, en el obligado desdoblamiento de personalidad y en la tergiversación y recomposición de realidades (aquí se toman prestadas frases de Eva Salgado y de Rebeca Barriga, autoras, respectivamente, de El discurso del poder y de su reseña, y dejo el resto de las referencias en navegaciones.blogspot.com).
Desde su época de estudiante, El Ciudadano se había sentido parte de una sociedad que, como escribió Monsiváis, no era registrada por la atmósfera retórica del mundo oficial, “y cuya sordera ante los eslogans típicos iba en aumento”. Pensó con tristeza que el texto que tenía enfrente estaba amasado con la misma pasta lexicográfica que los informes de, por ejemplo, Díaz Ordaz: financiamiento, inversión, créditos, sector, plantas, reservas, tasa, incremento, aumento, crecimiento, programa, producción, infraestructura, capacitación, agricultura, transporte, desarrollo, planeación, favorecer, debemos, hemos, hospitales, expansión, gobernar, Ejército.
Nuestro personaje ignoraba casi todo lo relacionado con la épica, la lírica y la dramática. En eso y en otras cosas se parecía a sus antecesores; el inmediato, por ejemplo, había pasado de la vida campirana a la gerencial, y de ésta a la presidencial, sin toparse nunca en su camino con uno de esos objetos obsoletos y populistas denominados libros.
Las carencias del Ciudadano no eran tan ostensibles e irremediables, y recordó algo que había leído años antes, Canto a mí mismo, atraído por su parcial homonimia con el que creyó autor –León Felipe Camino, que era sólo el traductor– y sintió que ese título describía a cabalidad el mamotreto que tenía por delante y que debía entregar esa tarde al Poder Legislativo, como se viene haciendo desde tiempos de Guadalupe Victoria, quien estrenó el género. No sabía que el poema original es obra de un gringo del siglo antepasado, hipócrita, genial y probablemente gay, llamado Walter Whitman, ni que el trascendentalismo de Song of myself no tiene nada que ver con el afán de trascendencia que caracteriza las alocuciones presidenciales, afán muy parecido, en cambio, al impulso que lleva a un adolescente a escribir a punta de navaja “aquí estuvo El Pecas”, o cosas similares, en la corteza de los árboles. No. No es precisamente ese el sentido de “Me celebro a mí mismo y me canto a mí mismo”.
El Ciudadano volvió al presente, observó con fastidio el adobe optimista que descansaba sobre su escritorio y pasó lista a las muchas cosas omitidas en el documento: la fabricación de delitos a dirigentes sociales, la viejita que murió de una gastritis no atendida, los ínfimos resultados de la guerra contra las drogas, las escuelas públicas con goteras y cuarteaduras en los muros, el cochinero de la prueba Enlace, el incremento del desempleo, la carestía en los productos de primera necesidad, los conflictos laborales y agrarios en todo el mapa nacional, el empantanamiento de las reformas, las sospechas generalizadas por la manera en que su gobierno había manipulado una suma millonaria decomisada a un empresario farmacéutico que resultó ser narco, la persistencia de la corrupción en casi todas las esferas gubernamentales, la irritación creciente del empresariado por la falta de rumbo claro en las decisiones económicas, la desconsiderada arrogancia del gobierno del país vecino (“pero si les digo que sí a todo, y ni así...”), el chantaje consistente y perenne de los desplazados del poder, los pleitos cada vez más desbordados en su partido y en su círculo inmediato, la desastrosa herencia de un antecesor que lo odiaba sin ambigüedades, la vida entre lambiscones dignos de toda su desconfianza, los gritos y las injurias repetidos en cada lugar público que visitaba, la desatención de los hijos, en la que incurre sin remedio todo jefe de Estado...
En la imaginación del Ciudadano la suma de estas incomodidades desembocó de repente en una causa grave constitucional y en vía de escape rápido. En ese momento se dio cuenta de que los únicos vítores no inducidos a los que podría hacerse merecedor provendrían de su salida voluntaria del cargo que desempeñaba y por el cual había luchado toda su vida. Reflexionó un momento sobre su paisano Pascual Ortiz Rubio, quien llegó a la Presidencia tras una elección muy disputada que dejó dudas sobre la veracidad de los resultados oficiales y renunció al puesto dos años después de asumirlo.
Se imaginó de nuevo libre de obligaciones aplastantes, a salvo de dilemas irresolubles, ajeno a la inmundicia irremediable que prolifera en el poder. Vio cómo se recomponía la clase política, despejada de agravios perdurables, concibió su propia felicidad y la del país, imaginó a la Nación viviendo el alborozo de lo imprevisto. “Lo que tendría que hacer –se dijo– es agregar a los anexos de este tomo una carta de renuncia.”
Pero en ese momento, alabado sea Dios, uno de sus confiables colaboradores entró al despacho y le informó que la oposición había renunciado a serlo y hasta a parecerlo y que todo estaba listo, y El Ciudadano se olvidó de sus tentaciones, retomó la compostura y, como lo hacían cada año sus antecesores desde Guadalupe Victoria, partió a entregar un mamotreto en el que se anunciaba por escrito el advenimiento de una nación feliz.
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