Luis Hernández Navarro
Lo mataron a balazos. Lo asesinó un agente de la Patrulla Fronteriza en El Paso, Texas, el pasado 8 de agosto. Al momento de su muerte, el mexicano José Alejandro Cruz tenía 23 años de edad. Era obrero de la maquila. Su “delito” fue no tener papeles y reclamar la liberación de una mujer, a punto de ser deportada, que la guardia tenía detenida.
A más de 3 mil kilómetros de distancia, en Tenosique, Tabasco, guatemaltecos, hondureños y salvadoreños reciben de la policía mexicana un trato similar al que los mexicanos padecen en Estados Unidos. Apenas el 14 de agosto, elementos de la Policía Federal Preventiva y agentes de migración, con el apoyo del ejército, arremetieron contra cerca de 3 mil centroamericanos varados en comunidades como Faisán Vía porque el ferrocarril Chiapas-Mayab suspendió el servicio, luego de que Genesse&Wyoming se declaró en quiebra.
Los agentes de migración quemaron las pequeñas chompas en las que acampaban los indocumentados mientras les disparaban armas de fuego para evitar que huyeran. Los detenidos fueron golpeados y sus escasas propiedades hurtadas.
Después de no comer durante cuatro días, un hondureño murió ahogado cuando se metió a la laguna para tratar de pescar. Infructuosamente había tratado de entregarse al Instituto Nacional de Migración. Dos mujeres que se bañaban en una poza fueron encerradas, desnudas, en una celda.
El drama de los migrantes centroamericanos es más grave que el de los mexicanos en Estados Unidos. Antes de llegar a su destino final deben recorrer México, sufrir penurias extremas, extorsión de las policías, y exponerse a asaltos y –en el caso de las mujeres– a violaciones. Casi 650 mil indocumentados fueron deportados por las autoridades de nuestro país durante 2006. Cuando menos, 314 inmigrantes de Guatemala, El Salvador y Honduras han muerto este año en su paso por México o en Estados Unidos. Sin embargo, no todo es penuria. Durante su éxodo mexicano muchos reciben la ayuda de manos caritativas. Personas humildes les ofrecen agua, alimentos y posada. Religiosos piadosos los apoyan en su peregrinar.
Una de esas personas solidarias y generosas es María Concepción Moreno Arteaga. Nacida en Epigmenio González, municipio de Pedro Escobedo, cerca de las vías del tren, madre soltera de seis hijos a los que sacó adelante sola, de 47 años, analfabeta, habitante de una choza de madera sin servicios, dedicada a lavar y planchar ropa ajena, cuenta: “Yo sentía tristeza de ver cómo llegaban... sin ropa, pidiendo agua. Juntando su dinerito para venir por acá. Y les daba un taco o agua, ni modo de negárselo”. Irónicamente, en lugar de ser apoyada por su labor altruista, está presa desde hace dos años. El 9 de marzo de 2005, elementos de la Agencia Federal de Investigación (AFI) la detuvieron acusándola de tráfico ilegal de personas, por dar de comer a seis indocumentados centroamericanos que tocaron a la puerta de su casa. Ella recuerda ese día: “estaban sentadillos afuera en lo que yo les preparaba un taco. Ni tiempo me dio porque llegaron ésos, los de la AFI, y nomás ‘está detenida, vámonos’. Les dije: ‘pues enséñenme un papel. Yo no sé nada de leyes porque nunca he tenido problemas. Dígame qué delito he cometido’. ‘Por los indocumentados (le respondieron), por pollera”’.
Desde entonces ha vivido un vía crucis legal similar al que viven los humildes sin dinero para comprar justicia. En prisión le hicieron firmar documentos cuyo contenido no entendía. Sus hijos contrataron al abogado Vicente Gómez Raya, quien les pidió 10 mil pesos para liberarla. Reunieron el dinero entre vecinos y lo entregaron junto con una carta en la que éstos declaraban que Moreno Arteaga no se dedicaba al tráfico de personas. Pero el abogángster se desentendió del caso. Le asignaron defensor de oficio.
No importó a las autoridades que durante un careo con el presunto pollero éste declarara no conocerla y que se trataba de una confusión. El le aseguró a la secretaria del juzgado: “No, no es. Están confundiéndola”. Consternado, abrazó a la señora Moreno, se puso a llorar, y le dijo: “Dispénseme, señora, disculpe. Usted no es y mire cómo está aquí”.
En la cárcel María Concepción fabrica etiquetas para ropa. Los 30 pesos que recibe los utiliza para comprar jabón y papel higiénico. Sus hijos difícilmente la visitan, pues no tienen dinero para el transporte. Sufre para comunicarse con ellos porque no tiene para comprar tarjetas telefónicas. Cuando logra telefonearles es porque pide a otras reclusas que marquen los números. Ella no sabe.
El Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez ha tomado en su manos el caso. Interpuso un amparo en contra de la resolución que confirma la sentencia y la reivindica como defensora de derechos humanos injustamente presa.
María Concepción Moreno Arteaga es una de los más de 500 presos políticos que existen en México. Es la demostración de que la justicia mexicana convierte a defensores de derechos humanos y dirigentes sociales en delincuentes. Es la muestra de la grave crisis por la que los derechos humanos atraviesan en el país.
Del otro lado de la frontera norte, José Alejandro Cruz es una nueva víctima de la xenofobia, el racismo y la hostilidad que sufren los indocumentados mexicanos. Es un ejemplo más del pasmo en el que vive el gobierno mexicano a la hora de defender a nuestros connacionales en Estados Unidos.
En su frontera sur, el gobierno mexicano hace el trabajo sucio a la administración de Bush. Se ha vuelto su policía: mete a la cárcel a quienes prestan ayuda a los migrantes, mientras sus gendarmes se ceban sobre los indocumentados centroamericanos.
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