José Blanco
Leí recientemente en una página de la Internet en la que caí involuntariamente esta historia, que resumo al máximo.
Una familia de cartoneros (pepenadores) vive a cortísima distancia de la vía del tren, en una zona lejana y aislada; la familia no tiene vecinos en cientos de metros a la redonda. Un reportero visitó a la familia, intrigado por las razones que tendría para haber construido su precaria choza pegada a la vía, pudiendo haberlo hecho a 50 o 100 metros de distancia. La madre dijo: “el tren hipnotiza”; el padre asintió con la cabeza. Sus dos niños abrían desmesuradamente los ojos. El reportero no pudo sacarles ninguna otra respuesta.
Más intrigado aún, el reportero narró la historia a una amiga suya, sicóloga. La profesional elaboró una hipótesis inmediatamente y la dijo como si se tratara de una certeza indiscutible: “Aunque son conscientes del peligro, lo minimizan o se les vuelve imperceptible porque están demasiado familiarizados con él”.
El reportero, ahora azorado, generalizó: esa “hipnosis” es un estado de conciencia, respecto al riesgo, tan delgado como una calcomanía. Salvando todas las distancias, la humanidad, podemos decir, vive al borde de la vía.
Estiro las palabras del reportero. Tenemos un planeta natural y socialmente cada vez más invivible, pero estamos “hipnotizados”. Estamos habituados al riesgo. Lo mejor, parece, es negarlo; traerlo en la conciencia todo el tiempo haría la vida insoportable a (casi) toda la sociedad planetaria (los pocos pudientes viven en otro planeta, todavía). Vivimos en medio del riesgo: el calentamiento global y sus terribles consecuencias; el inminente problema del agua, a punto de estallar; el encogimiento acelerado de la biodiversidad vegetal y animal; guerras idiotas de todos tamaños en mil lugares distintos; nuevas enfermedades que hoy surgen con una frecuencia mucho mayor que en los siglos pasados; la desaparición de selvas y bosques (26 millones de hectáreas por año); armas nucleares en manos de malabaristas irresponsables. La lista puede llenar las páginas de La Jornada.
Todos los problemas los ha producido la humanidad, y todo indica que producirá más aún, siempre acumulables. Pero precisemos: los problemas son resultados de la producción capitalista, no sólo sin regulación (la existente es microscópica frente al tamaño de nuestros riesgos), sino acompañada de corrupción a manos llenas, ignorancias que salen a flote cuando ya produjeron algún espantoso desastre; imprevisiones y negligencias mil, desigualdades sociales de milenios. Pero como no sabemos qué hacer, continuamos viviendo al borde de la vía, con una pizca de conciencia sobre el campo minado que está bajo nuestros pies, caminando como autómatas, en una inercia social trágica que parece encaminarse a dar el paso al centro de la vía cuando el tren pase a toda marcha.
Con eso en mente, me puse a navegar en uno de esos temas: las selvas y bosques, y me topé con otro reportero.
María Margarida Xavier Fernandes vive en Iranduba, a tres horas en barco de Manaos, capital del estado de Amazonas. Dice al reportero Luis Esnal, de La Nación, de Buenos Aires: “teníamos montones de peces, montones de frutas. Pescábamos en cualquier época sin preocuparnos por los ciclos naturales de los bichos, y como a mí me gustaba ver el fuego subiendo, incendiaba los árboles, los arbustos, y talábamos sin lástima para dejar limpias las entradas de las casas. Lo que Dios creó no puede terminarse, pensábamos. Yo era una destructora”.
María se horroriza de sus propias palabras y hoy recuerda los tentos (un árbol amazónico) que quemó, como muertos de su familia. Para María y su familia, hoy los tentos son una fuente de ingreso. Con las semillas de ese árbol fabrica artesanías altamente valoradas en las grandes ciudades brasileñas. El valor de esas artesanías no sólo proviene del trabajo que María le ha incorporado, sino le añade valor la certificación que expide el gobierno del estado de Amazonas, que prueba que esos productos se hicieron protegiendo la selva amazónica.
María también le informó al reportero que unos investigadores académicos hallaron que con la pulpa del açaí (un fruto amazónico) se podía producir un alimento que hoy está de moda entre atletas de alto rendimiento por ser una excelente fuente de energía. Unos vecinos de María de ello viven. Y son productos también certificados.
Eduardo Braga, gobernador de Amazonas, explica al reportero la política que están construyendo: “tenemos que lograr que preservar la selva sea mejor negocio que destruirla. Sólo así vamos a poder contender con la devastación”. Braga le contó el caso de la andiroba; de ella se extraen unos aceites esenciales para perfumes y cosmética –certificados–, que ya tienen mercado permanente.
El gobernador creó, con una ley que acaba de expedir, un fondo para dar un subsidio equivalente a 25 dólares mensuales a 8 mil 500 familias que viven en la selva, a cambio de que no corten árboles; pretende llegar a 60 mil familias en los próximos años.
Braga sabe que tiene muchos otros problemas: los incendios; los taladores ilegales que actúan masivamente y que están organizados de manera análoga a los narcotraficantes; los ganaderos que rasuran la selva robando tierras a los campesinos.
Si la sociedad no se organiza y deja a un lado su hipnosis, nada cambiará. Estos pequeños ejemplos muestran que el conocimiento bien encauzado y apoyado puede generar producciones no depredadoras. También es preciso estirar la tesis de Braga: que el conocimiento produzca los medios para convertir el yermo invivible que hemos creado en un campo de inversión rentable. Los gobiernos y los empresarios no han hecho su tarea.
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