Bernardo Barranco V.
Abordar el tema de la relación entre los derechos humanos y la Iglesia católica es complejo y espinoso. ¿Cómo entender a la Iglesia que reivindica y exige los derechos humanos, cuando ni ella misma los cumple? Históricamente, importantes sectores del clero han enarbolado la defensa de las garantías de las personas frente a los autoritarismos como ante las dictaduras militares latinoamericanas en el siglo pasado. Cuando hubo silencios y complicidades, la jerarquía aun sigue pagando facturas, como es el caso más patente de la Iglesia argentina.
A escala internacional, recientemente la Iglesia ha desplegado una ofensiva en torno a la libertad religiosa, que busca ampliar el espacio de intervención de la estructura religiosa en cuestiones sociales, que incluye la defensa de los derechos de los no nacidos así como el respeto a la vida de los enfermos terminales. Sin embargo, la inobservancia de los derechos humanos dentro de la institución eclesiástica constituye un problema no resuelto, y es algo que todo el mundo sabe y que los mismos clérigos reconocen públicamente.
En su libro Libertad de expresión de la Iglesia, Océano 2006, el periodista jesuita Enrique Maza reprocha: “En nuestra época, en pleno auge de la modernidad… la libertad de expresión de los cristianos al interior de la Iglesia no está a la altura de las circunstancias”. En sus conclusiones, Maza sostiene: “cuando la autoridad se convierte en dominio, teme a la libertad, se refugia en el secreto y se erige en dueña de la verdad. Sólo la autoridad auténtica acepta sus límites. El poder autoritario, porque lo es, no sólo teme a la verdad, sino que teme al futuro. Por eso controla o cancela los canales de expresión”. Efectivamente, Maza pone el dedo en la llaga, existe una distancia a veces contradictoria y conflictiva entre el mensaje religioso y los intereses de la institución religiosa. La Iglesia católica, tal como está organizada: jerárquica, gerontocrática, autoritaria y homofóbica no puede, en su interior, ser escrupulosa en el ejercicio de una cultura de los derechos humanos tal como fueron redactados en 1948 en el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La estructura de mando, de ejercicio del poder, de identidad, de disciplina y memoria de la Iglesia son premodernas, casi medievales. Por ello, ante los retos de las sociedades actuales, el espíritu de los derechos humanos modernos provenientes de la cultura secular está ausente de su organización, porque la Iglesia se ha configurado de manera estamental y funciona de modo piramidal, que no facilita cauces de participación ni mucho menos asoma de modo alguno rasgos democratizadores; prima el dogma, la disciplina y la autoridad en torno al Papa, con el argumento que la Iglesia no es un sistema de poder, sino una institución cuyos fundamentos son divinos y sus fines espirituales.
No pretendemos caer en la crítica ramplona, nos interesa exponer las contradicciones sociológicas de una institución antiquísima que lentamente, aunque no lo parezca, se renueva, se adapta y se reconfigura. La encíclica de Juan XXIII Pacem in terris (1963) reconoce los derechos humanos compatibles con el mensaje cristiano. Así lo deja sentir el Concilio, y en los numerosos viajes, los papas no dejan de ensalzar el respeto de los derechos de la persona, reconociendo raíces bíblicas e históricas como la famosa Escuela de Salamanca, fundada por el dominico Francisco de Vitoria, de donde surgieron grandes figuras, como Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos, entre otros, defensores tenaces de los derechos de los indígenas americanos en el siglo XVI. Sin embargo, no puede dejarse de lado la percepción de un desfase entre el discurso mediático sobre los derechos humanos hacia fuera y las condiciones de diferentes grupos hacia adentro.
En primer lugar, se resalta el rezago y la desigualdad de las mujeres, laicas y religiosas, en el interior de la institución. Mientras en la sociedades seculares hay algunos avances, en la Iglesia priman la cerrazón y la demagogia. Como bien lo ha demostrado Enrique Maza, la libertad de expresión y el derecho a disentir están realmente muy acotados en la estructura eclesial piramidal. Las medidas disciplinarias no tienen apelación ni posibles recursos jurisdiccionales. Aquí resalta la restricción a la libertad de pensamiento.
En efecto, en mayo de 1990, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó el documento Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, en el n. 36 de ese documento se lee lo siguiente: “no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio”. Esta afirmación fuerte se fundamenta así: “un comportamiento semejante desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que ha recibido de su Señor la tarea de anunciar a todos los hombres la verdad”. La verdad religiosa esta por encima de los derechos de la persona en la institución. Así, la lista de los derechos humanos reconocidos por la naciones que la Iglesia no puede aceptar se podría alargar mucho más: democratización en la designación de cargos, simulación y discriminación a personas con diferente orientación sexual, etcétera. Sólo queremos resaltar la dimensión laboral de miles de empleados y funcionarios de la Iglesia, sobre todo de las parroquias, que además de recibir modestísimos emolumentos no cuentan con las prestaciones básicas de seguridad social, seguro de vida, mucho menos con asistencia efectiva para la edad en retiro. De hecho, este es un problema mayúsculo entre los propios sacerdotes mexicanos que requiere de una planificación global que vaya más allá del loable seguro de retiro impulsado por Ernesto Corripio Ahumada.
Concluyendo, hay mucho trabajo en materia de derechos humanos en el interior de la institución; desde los tiempos excesivos de la Inquisición hasta nuestros días, mucho se ha avanzado en el reconocimiento de los derechos de la persona, por ello, nos sumamos a la propuesta de Emilio Alvarez Icaza, presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF, de que se designe a un ombudsman eclesial, o una comisión de vigilancia que permitan la rendición de cuentas y el respeto de la dignidad humana en la institución.
A la memoria del Dr. Ignacio Merelo Anaya
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