miércoles, septiembre 05, 2007

Los intelectuales y la “Guerra contra el Terror”

Un Occidente esperando suceder

David Keen

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

La ‘Guerra contra el Terror’ tiene un brazo intelectual, y muchos de los colaboradores más significativos son ‘liberales’. Un problema clave es el predominio de alegatos por falta de entendimiento. Los que han tratado de comprender las causas han sido descritos como si fueran ellos mismos una causa del 11-S. Un ejemplo de primera es el trabajo de Alan Dershowitz, profesor de derecho de Harvard con la reputación de adoptar posiciones liberales respecto a las libertades civiles. Para Dershowitz, el intento de comprender y eliminar las causas que están a la raíz del terrorismo fue “exactamente el enfoque erróneo” – y ciertamente ayudó a explicar por qué ocurrió el 11-S para comenzar. Para Dershowitz, la reacción sensata ante el terrorismo es enviar el mensaje siguiente: “os perseguiremos y destruiremos vuestra capacidad de dedicaros al terrorismo.” Lo que es más inquietante en este caso es la ceguera deliberada ante las causas fundamentales, combinada con la vieja fantasía de que los terroristas son finitos y que pueden ser cazados físicamente y destruidos. Ami Ayalon – jefe de Shabak, el Servicio General de Seguridad de Israel entre 1996 y 2000 – fue el que observó que “los que quieren la victoria” contra el terror sin enfrentar los agravios subyacentes “quieren una guerra sin fin.”


Caos y dobles raseros


La falta de conexión entre la víctima escogida (Iraq) y el problema declarado (11-S) recuerda a una caza de brujas. Tal como en el viejo Salem las cazas de brujas estaban informadas por la paranoia de los colonos respecto a los americanos nativos y a “la vida al borde del caos,” así los intelectuales que alientan la “guerra contra el terror” tienden a hacer hincapié en la amenaza del caos. Un artículo de Robert Kaplan llamado 'The Coming Anarchy' [La anarquía que se avecina] – que circuló ampliamente en las embajadas de EE.UU. después de su publicación en febrero de 1994 en vísperas del genocidio ruandés – ilustra el sentido de amenaza y paranoia precedió significativamente al 11-S. Kaplan describió las ‘amenazas’ globales de sobrepoblación, drogas, enfermedad y refugiados como a una especie de brebaje que amenaza con derramarse sobre un mundo occidental más ordenado y racional. A menudo se le atribuye a este análisis que fue una contribución para reforzar el aislacionismo de EE.UU. a mediados de los años noventa. El énfasis de Kaplan en el conflicto como si fuera una especie de mal ciego que alimenta fácilmente un sentido de impotencia ante el sufrimiento en el extranjero, descartando a áreas enteras del mundo como si no se pudiera hacer nada por ellas. El 11-S exacerbó esos miedos existentes de caos y violencia ciega. La anarquía percibida más allá de Occidente era ahora utilizada por Kaplan para justificar que se ignorara el derecho y los procedimientos internacionales:


Los asuntos exteriores implican una moralidad separada, más triste que la que aplicamos en la política interna y en nuestras vidas de todos los días. Es porque en el interior operamos bajo la vigencia del derecho, mientras que el gran mundo es un dominio anárquico en el que nos vemos obligados a tomar la ley en nuestras manos.


Este análisis fue remedado por el consejero de Tony Blair, RobertCooper. En 2005, Cooper fue presentado por la revista Prospect como uno de los máximos 100 ‘intelectuales públicos’ del mundo, y sus puntos de vista arrojan luz sobre lo que llegó a ser considerado un análisis respetable. Cooper declaró en abril de 2002:


El mundo posmoderno tiene que comenzar a acostumbrarse a dobles raseros. Entre nosotros, operamos sobre la base de leyes y de una seguridad cooperativa abierta. Pero, cuando tenemos que ver con Estados anticuados fuera del continente posmoderno de Europa, tenemos que volver a los métodos más rudos de una era pasada – fuerza, ataque preventivo, engaño, lo que sea necesario. Entre nosotros, mantenemos la ley pero cuando operamos en la selva, también debemos aplicar las leyes de la selva.


En muchos sentidos, es una reafirmación no sólo de actitudes de durante la Guerra Fría (paz y democracia en casa; la quema de aldeas y el patrocinio de golpes en el extranjero) sino también de los dobles estándares institucionalizados en las democracias esclavistas dirigidas por los griegos y los romanos (y, en gran medida, por el EE.UU. de antes de 1865). El influyente columnista y autor Robert Kagan dijo que la noción de Cooper de un doble rasero para el poder parecería ser el núcleo de la estrategia global de Blair. Esto podrá sonar como crítica, pero Kagan no pretendía enterrar al primer ministro británico, sino elogiarlo: “Blair merece que se le reconozca el mérito de haberlo intentado. Es el único líder del mundo en la actualidad que trata realmente de hallar la síntesis entre las visiones del mundo estadounidense y europea.” El propio Kagan argumentó que EE.UU. “debe vivir según un doble rasero,” y sutilmente deslegitimizó las preocupaciones europeas por el derecho internacional al sugerir que estas reflejaban la debilidad militar de Europa – una situación revertida en los siglos XVIII y XIX cuando EE.UU. se había quejado de que las potencias europeas ignoraban el derecho internacional y la opinión internacional.


Sin embargo este elogio de los dobles raseros representa un error práctico así como moral: como sugiere la investigación de Evelyn Lindner (vea por ejemplo su “Making Enemies” [Haciendo enemigos] la pobreza absoluta no provoca necesariamente la violencia, pero cuando los ideales expresados de igualdad y dignidad son violados por dobles raseros, la violencia se hace probable.


En su libro “Breaking the Nations” [La ruptura de las naciones], publicado por primera vez en 2003, Robert Cooper (que entonces servía como Director General de Asuntos Exteriores y Político-Militares del Consejo de la Unión Europea) señaló:


Sería irresponsable no hacer nada mientras otro país más adquiere capacidad nuclear. Ni basta con esperar hasta que ese país adquiera la bomba. Para entonces los costes de la acción militar podrían ser demasiado altos. De ahí la doctrina de la acción preventiva en la Estrategia Nacional de Seguridad de EE.UU.


Luego hubo una sensata nota de admonición: “Si todos adoptaran una doctrina preventiva el mundo degeneraría hacia el caos mientras los países tratan de anticiparse a sus vecinos y ser los primeros en realizar contragolpes.” Pero después viene una indignante resolución del problema del caos generalizado:


Un sistema en el que se requiere acción preventiva será estable sólo bajo la condición de que sea dominado por una sola potencia o un concierto de potencias. La doctrina de prevención tiene que ser complementada por lo tanto por una doctrina de superioridad estratégica duradera – y este es, en los hechos, el tema principal de la Estrategia Nacional de Seguridad de EE.UU.


En otras palabras, debido a que debemos tener el principio del ataque preventivo, necesitamos una doctrina de “seguridad estratégica duradera.” ¿Y cuál es la forma de mantener esa superioridad? Pues ¡desde luego el ataque preventivo! Es el tipo de circularidad creado por la obsequiosidad excesiva.


La visión de un mundo dividido entre el orden y el caos ha sido también expresada por los ‘liberales’ de EE.UU. El columnista del New York Times, Thomas Friedman, dijo de las superpotencias de la Guerra Fría¨:


Representaban diferentes órdenes, pero ambas representaban el orden. Eso se acabó. El mundo actual también está dividido, pero está cada vez más dividido entre el ‘Mundo del Orden’ – afianzado por EE.UU., la UE, Rusia, India y Japón, al que se suman numerosas naciones más pequeñas – y el ‘Mundo del Desorden’. El Mundo del Desorden está dominado por regímenes parias como el de Iraq y el de Corea del Norte y por las diversas redes terroristas globales que se ceban en la atribulada serie de Estados que van desde Oriente Próximo a Indonesia.


Las víctimas en este ‘mundo del desorden’ no parecen tener el mismo estatus que aquellas en EE.UU. Un artículo en un libro llamado “Worlds in Collision” [Mundos en colisión] (publicado en septiembre de 2002) utilizaba el título “¿A quién podemos bombardear?” Suena como un artículo contra la guerra, pero el autor parece realmente tomar bastante en serio la pregunta. (Estrictamente dicha, debiera ser “¿A quiénes podemos bombardear?”, pero bajo las circunstancias parece ser una nimiedad.) Reconociendo que el caso a favor del bombardeo de Iraq puede ser frágil, Barry Buzan argumentó que en un caso como Afganistán, la militarización de la sociedad hace que sea muy difícil trazar una línea entre civiles y soldados, y además, que “algunos afganos merecen claramente el gobierno que tienen [los talibán]”. Buzan continúa trazando un paralelo con los civiles en Japón y Alemania que fueron atacados en la Segunda Guerra Mundial y que al parecer también “merecían el gobierno que tenían”, porque eran gobiernos que llegaron al poder mediante una “revolución popular” o con “apoyo masivo.” De nuevo, tratemos de generalizar este argumento. Supongamos que no nos guste el gobierno de Bush (y a muchos no nos gusta). ¿Significa eso que los civiles estadounidenses sean objetivos legítimos (por ejemplo, para ataques terroristas) porque “merecen el gobierno que tienen?” Evidentemente, no es así. Recordemos que fue Mohamed Siddiq Khan, uno de los atacantes en Londres de julio de 2005, quien presentó el argumento – en un vídeo grabado antes de las atrocidades – de que los civiles en Occidente son “directamente responsables” por las muertes de musulmanes cuando apoyan a gobiernos democráticos y perpetran atrocidades.


El destacado liberal Michael Ignatieff también ha estado interviniendo con sus propias sugerencias estériles. Declaró: “La adhesión demasiado firme al estado de derecho simplemente otorga demasiada carta blanca para aprovechar nuestras libertades. Para derrotar el mal, podemos tener que traficar con males: detención indefinida de sospechosos, interrogatorios coercitivos, asesinatos selectivos, incluso la guerra preventiva.” Auto-eligiéndose como portavoz de un nuevo consenso, agrega que: “cada cual puede ver que en lugar de esperar que los terroristas nos ataquen, tiene sentido que realicemos primero nuestro contragolpe.” En cambio, en la última línea de un artículo en el New York Times, proclama: “Tenemos que mostrarnos, y a las poblaciones cuyas lealtades buscamos, que el estado de derecho no es ni una máscara ni una ilusión. Es nuestra auténtica naturaleza.” ¿Pero cómo vamos a hacer esto exactamente si echamos marcha atrás respecto a “La adhesión demasiado firme al estado de derecho?” Lo más generoso que se pueda decir sobre esta contribución es que Ignatieff está muy confundido.


El ‘choque de civilizaciones’


Parte del contexto intelectual del 11-S y de su contragolpe fue establecida por la influyente tesis de Samuel Huntington de un Choque de Civilizaciones. Huntington respondía a la ruptura de la división este-oeste y al paradigma realista y también a la inutilidad percibida del modelo del caos; en contraste con estos modelos, encontró la esencia del conflicto contemporáneo y futuro en la competencia de ‘civilizaciones`, y vio a Occidente en peligro de perder su sitio como civilización dominante ante una serie de nuevas amenazas, incluyendo a China, Latinoamérica y, notablemente, al Islam. Veía que la inmigración (literalmente) lleva esas amenazas a casa – especialmente la inmigración de Latinoamérica a EE.UU. y de los países islámicos a Europa. Al mismo tiempo, las intervenciones humanitarias eran vistas como ajustadas a las líneas ‘civilizadas’.


El argumento de Huntington tiene importantes defectos empíricos. Primero, las civilizaciones no son tan distinguibles como las presenta Huntington. Segundo, se entiende mal el sentido de lo que dice Huntington en cuanto a que el origen étnico sea el resultado de un conflicto así como su causa. Tercero, existen numerosos ‘ejemplos contrarios’ a la tesis de Huntington sobre las líneas de falla culturales de las intervenciones. Las intervenciones dirigidas por EE.UU. en Bosnia y Kosovo tuvieron el propósito, por lo menos en parte, de ayudar a los musulmanes. Lo mismo vale, se puede decir, para la intervención en Somalia. Al contrario, cuando musulmanes han sido muertos en grandes cantidades, los culpables han sido frecuentemente gobiernos en el mundo árabe, como señala Paul Berman; por cierto, el propio Sadam Husein fue responsable por la muerte de cantidades inmensas de musulmanes; el genocidio del gobierno de Sudán contra gente predominantemente musulmana en el oeste del país es otro ejemplo.


Incluso más significativa, tal vez, que esos defectos empíricos, es la naturaleza peligrosa del argumento de Huntington. Primero, el énfasis en el continuo e inminente conflicto entre Occidente y el Islam puede ser visto como altamente conveniente para círculos dirigentes de los militares de EE.UU. en busca de un nuevo enemigo en la era posterior a la Guerra Fría, sobre todo para justificar la continuación de los gastos militares. (Algunas de las fuentes citadas por Huntington sobre la fuerza de la amenaza islámica pertenecen precisamente al personal militar de EE.UU., así que existe una extraña circularidad en el argumento.) Segundo, el libro tiene su clímax con un rechazo enfático e intolerante del multiculturalismo en EE.UU. como la única manera de mantener fuerte la “civilización occidental”; El horror de Huntington ante una contaminación cultural es un eco desagradable del horror expresado por los extremistas en el mundo islámico; la propugnación de la ‘pureza’ cultural como un camino hacia la fuerza y la seguridad tiene evidentes connotaciones fascistas y resuena claramente (sea cual fuere la variedad de pensamiento fundamentalista de la que provenga) como los puntos de vista de los que buscan un ‘renacimiento moral’ para conjurar la vulnerabilidad ante enemigos externos e internos. Un tercer peligro de la tesis de Huntington – tal vez la más importante – es que su diagnóstico/predicción de un choque inevitable entre civilizaciones tiene el potencial de ser peligrosamente autorrealizable. Ciertamente, bin Laden ha favorecido esta idea de un ‘choque de civilizaciones’. El ‘Occidente’ de Huntington, en otras palabras, es un occidente esperando suceder – y Bush y Blair están ayudando a que se cumpla la profecía.


Apoyando la tortura


Ya que la coalición dirigida por EE.UU. ha estado volviendo de muchas maneras a los métodos y a la condición mental de los buscadores de brujas e inquisidores de otrora, no sorprende que esté comenzando a volver a aprobar su manera preferida de obtener información y docilidad: la tortura. En uno de los tomos más dantescos sobre el terrorismo y el contraterrorismo, el profesor de derecho Alan Dershowitz señala melancólicamente que “podríamos eliminar fácilmente el terrorismo internacional si no nos limitaran consideraciones legales, morales, y humanitarias.” Es difícil pensar en una declaración más engañosa. Retirándose de esta visión del nirvana, Dershowitz propone “una serie de pasos que puedan reducir efectivamente la frecuencia y severidad de los ataques terroristas internacionales estableciendo un equilibrio adecuado entre la seguridad y la libertad.” Es el momento en el que la tortura introduce su horrible cabeza. Dershowitz sugiere que la tortura podría ser una reacción justificable ante el terrorismo, dando el ejemplo de una bomba de tiempo con la mecha encendida, cuando la extracción por la fuerza de información podría salvar las vidas de numerosos civiles. También arguye que en circunstancias en las que EE.UU. ya está subcontratando la tortura a terceros Estados, sería mejor si toda tortura se realizara con un mandato oficial del presidente de la Corte Suprema; pero el director ejecutivo de Human Rights Watch, Ken Roth, subraya que: “El que algunas las leyes sean violadas no significa que se quiera comenzar a legitimar la violación obteniendo la aprobación de algún juez. Si se comienza a abrir la puerta, haciendo una pequeña excepción aquí, otra pequeña excepción por allá, se envía básicamente la señal de que el fin justifica los medios, y es exactamente lo que piensa Osama bin Laden.” Significativamente, Dershowitz apenas considera el terrorismo que puede ser desatado por la tortura. Sayyid Qutb, cuyas doctrinas radicales han alimentado el terrorismo, fue él mismo radicalizado por haber sido torturado en una prisión egipcia. Lo mismo el socio profesional de muchos años de bin Laden, Ayman al-Zawahiri. Moazzam Begg, un musulmán británico encarcelado en Bagram en Afganistán y luego en Guantánamo, dijo: “Una de las citas que escuché a menudo que la gente decía a los guardas es que no eran terroristas antes de llegar, pero que ciertamente lo serían al partir.” La tortura tampoco es, como hemos visto, un camino fiable para obtener información de calidad.


La sugerencia de Ignatieff de que el ‘interrogatorio coercitivo’ podría ser necesario ha sido mencionada. Como parte de su argumento de que “o combatimos el mal con el mal o sucumbimos”, agrega que debemos estar preparados para considerar la necesidad de “interrogatorios despiadados – aunque no-físicos – que violen la dignidad humana cuando es “un mal menor” que “permitir que mueran miles de personas” – una tragedia que supuestamente puede ser evitada por la información obtenida. Ignatieff sigue diciendo sobre semejantes interrogatorios que “su necesidad no impediría que siguieran siendo incorrectos.” Evidentemente, Ignatieff se preocupa de subrayar que no le gustan los interrogatorios que infringen la dignidad y por lo tanto quiere insistir en la etiqueta de “maléficos” para semejantes actos. Sin embargo, para ser un liberal destacado e inteligente, termina en un territorio notablemente extremo y peligroso: es decir que debemos hacer cosas maléficas.


Ignatieff dice que está contra la tortura física, pero incluso cuando parece que cierra esa puerta, abre una ventana. Primero, el “interrogatorio despiadado” parece llegar bien cerca, particularmente cuando es “una violación de su dignidad” y “llevaría a los sospechosos a los límites de su resistencia psicológica.” Segundo, si la supervivencia requiere “el combate del mal con el mal,” no hay un motivo lógico para hacer todo menos la tortura física. Ignatieff podrá pensar que esto es ir demasiado lejos, pero otros pueden fácilmente tomar su consigna (tal vez reconfortados porque proviene de un destacado liberal con una Cátedra de Práctica de Derechos Humanos en Harvard), y crear sus propias definiciones de cuanto “mal” es necesario para “combatir el mal”. Desde luego, el proceso de definir – y de redefinir – cuanto mal es “necesario” forma parte de la vergonzosa historia de Abu Ghraib. Como observa el propio Ignatieff (y su confusión es bastante profunda en estos temas): “Si quieres crear terroristas, la tortura es un camino bastante seguro para hacerlo.”


El filósofo e historiador francés Michel Foucault destacó las maneras cambiantes de castigo y la esfera apropiada para intervenciones, y en particular un cambio en la manera de arremeter contra el cuerpo del criminal (por ejemplo, mediante la tortura y la ejecución) a trabajar sobre su mente (por ejemplo, durante un período de encarcelamiento). Las actitudes de Ignatieff y de Dershowitz ante la tortura (y, significativamente, la tortura incluso antes de que haya ocurrido un crimen) sugieren una nueva ‘respetabilidad’ para soluciones físicas, corporales, al problema de la violencia internacional. Sus puntos de vista están ampliamente en línea con la suposición general de que el mal tiene una encarnación finita, física, que puede ser físicamente eliminada – tal vez una reacción natural (aunque inmoral y contraproducente) ante lo escurridizo del terrorista moderno. De muchos modos, el nuevo énfasis en el cuerpo contrasta con el antiguo modelo de la disuasión, en el que el énfasis estaba colocado en la influencia sobre la mente del oponente. También contrasta con los enfoques que tratan de comprender cómo llegaron a originarse los terroristas para llegar a ser lo que son. Nos haría bien recordar, en medio de este nuevo afán por los instrumentos de la inquisición y del gobierno autoritario, el análisis de Foucault del motivo por el que la tortura y la ejecución pasaron originalmente de moda. Foucault señaló que el criminal públicamente torturado o ejecutado se transformaba a menudo, a los ojos del público espectador, en una especie de héroe – mientras que el gobierno tomaba el aspecto del villano.


Prometiendo ‘intervención humanitaria’


El concepto de la intervención humanitaria ha ayudado a lograr un importante apoyo para la ‘guerra contra el terror’ de parte de algunos en la izquierda, y de liberales, incluyendo a Michael Ignatieff y a Paul Berman. Stephen Holmes subraya que en los años noventa – por ejemplo, respecto a Bosnia y Kosovo – los liberales frecuentemente arremetieron contra la ONU y se apresuraron a señalar las limitaciones de la acción a través de organizaciones multilaterales. Las fallas de la ONU en Ruanda reforzaron de muchas maneras esta intranquilidad y agregaron al sentido de que deberían haberse emprendido acciones más enérgicas con anterioridad, incluso si esto significara un acto unilateral y sobre la base de información que predecía un genocidio. Son puntos incómodos. Ciertamente, cuando yo trabajaba en Iraq para el Fondo Salvemos a los Niños en 1993, despotricar contra la ONU era una actividad bastante popular. Holmes ve la defensa de la ‘intervención humanitaria’ por parte de la izquierda en los años noventa como la preparación del camino para la guerra de Iraq, y ciertamente los conservadores han hecho suyo el tema con oportunismo. Por su parte, Blair parece haberse visto en un rol humanitario. En su libro “Blair's Wars,” John Kampfner detalla las cinco guerras en las que ha participado. Primero fue el bombardeo de Iraq bajo la Operación Zorro del Desierto en 1998. Luego hubo Kosovo – un ejemplo temprano de una intervención para prevenir que también provocó. Cuando Clinton estaba dudando respecto a tropas en el terreno para Kosovo en 1999, Blair se quejó de que “los estadounidenses están demasiado dispuestos a no ver la necesidad de involucrarse en los asuntos del resto del mundo.” Su alegato por la intervención humanitaria fue considerado fundamental por algunos intervencionistas de EE.UU. Luego hubo Sierra Leone (donde gente local había llevado a que Blair sintiera que era el único responsable por su libertad). Y después hubo Afganistán. Kampfner observa que: “con cada guerra, crecía la confianza de Blair.” Entonces vino el ataque contra Iraq en 2003. El camino a esa infernal ‘guerra contra el terror’ estaba sembrado de buenas intenciones, así como de malas. Un cóctel nocivo de interés propio y de autoengaño ha alimentado el punto de vista peligroso e iluso de que la justicia – como Dios, Halliburton y la historia – está ‘de nuestra parte’.

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David Keen enseña en la London School of Economics. Es autor de “Endless War? Hidden Functions of the 'War on Terror'” (Pluto, 2006).

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