Editorial
Ayer, en un discurso pronunciado en Chetumal, Quintana Roo, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, celebró la reciente detención de Sandra Ávila Beltrán –mejor conocida como La reina del Pacífico– y Juan Diego Espinosa, a quienes se refirió como “dos de los delincuentes más peligrosos”. El gobernante afirmó que con la captura de ambos personajes se logró desmantelar “uno de los principales enlaces con los cárteles de Colombia” y que ese hecho constituye una prueba de que se está “cerrando el paso a organizaciones criminales”. Al mismo tiempo, afirmó que “garantizarle la seguridad a la gente” justifica el hecho de que “alguien tenga el monopolio del poder”.
(¿Frase inspirada en Mein Kampf de Adolfo Hitler?)
Tales declaraciones son desafortunadas y lamentables, en primer término porque dan por cierta la culpabilidad de los detenidos. Cabe recordar que en nuestro marco legal la responsabilidad del Ejecutivo se limita a perseguir a presuntos delincuentes y entregarlos a los órganos jurisdiccionales para que éstos determinen su culpabilidad o su inocencia. Al festinar las capturas referidas, Calderón no sólo invade facultades que no le pertenecen –como hizo en marzo pasado, cuando aseguró, en falso, que Ernestina Ascensión Rosario había muerto de una “gastritis crónica no atendida”–; además deja de lado la serenidad y la distancia que deben observar los altos funcionarios, hasta el punto de que sus palabras rebajan una investidura ya cuestionada por amplios sectores del electorado y dejan la impresión de una animadversión personal contra esos presuntos delincuentes.
Por si fuera poco, el desbocado optimismo ante las detenciones mencionadas no parece tener fundamento: en las últimas tres décadas las autoridades han anunciado centenares de “golpes demoledores” al narcotráfico, pero esta actividad se ha incrementado en forma sostenida al compás de las capturas. La historia reciente enseña que los arrestos de grandes capos –si es que Ávila y Espinosa caben en esta categoría– no incide en forma significativa ni duradera en el volumen de droga que se produce, transporta y comercializa, ni en el monto de las ganancias, en la capacidad de corrupción y en el poder de fuego de las mafias de la droga; a lo sumo, tales capturas dan lugar a restructuraciones, por lo general sangrientas, de las organizaciones delictivas. En ese sentido, es también inaceptable la aseveración presidencial de que su gobierno ha capturado tantos delincuentes que ya hasta ha “perdido la cuenta”, pues el aserto tiene una implicación profundamente descorazonadora: hasta donde es posible percibirlo, esas aprehensiones “incontables” no han frenado de manera significativa el fenómeno del narcotráfico.
Lo que más bien ha perdido es la cabeza, esa aseveración no es más que la muestra de un espíritu de frivolidad que por supuesto no alcanza a percibir siendo un inmoral.
Sin embargo, lo más alarmante de las afirmaciones comentadas es la expresión con la que el titular del Ejecutivo federal se atribuyó “el monopolio del poder”.
Es por demás conocida la definición del Estado como detentador del monopolio de la fuerza y hasta de la violencia legítima; el reclamo y ejercicio del “monopolio del poder”, en cambio, no caracteriza a los estados en general, sino únicamente a los regímenes totalitarios y dictatoriales. En el caso de México, existe una doble diversificación del poder: por funciones (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y por estructura territorial (federal, estatal y municipal). Significativamente, la declaratoria de culpabilidad emitida por Calderón respecto a los presuntos delincuentes detenidos la semana pasada en la ciudad de México es, en los hechos, un ejercicio indebido de “monopolio del poder”, en el que el Ejecutivo invade las atribuciones del Judicial. Esta reivindicación ominosa denota, o bien un desconocimiento grave de la integración institucional del Estado, o bien una mentalidad autocrática –es decir, que busca ejercer por sí sola la autoridad suprema en un régimen– y no tiene cabida en el México del siglo XXI.
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