Luis Linares Zapata
Una historia de artificiosos logros de Calderón se empieza a tejer sobre el espacio público y desde los medios de comunicación electrónica. La tratan de forjar tanto locutores como sus pares en la conducción de noticieros o como la línea de algo que se asemeja a mesas de análisis. También colaboran ciertos columnistas de diarios y no pocos articulistas interesados en llamar la atenta benevolencia del poderoso. Todos hablan de reciedumbre ideológica, manifestada en el celebrado discurso que dijo frente a 300 personajes llamados líderes. Otra versión se deriva de la rebuscada intentona del presidente del oficialismo para evadir los costos que la llamada reforma fiscal generó al ser aprobada por el Congreso.
Muy poco puede exprimirse a la perorata dedicada a un incoloro conjunto de privilegiados en ingresos y oportunidades, como tampoco esquivará Calderón su responsabilidad dilatando la entrada en vigor de un programa hacendario para esquilmar a los agotados contribuyentes cautivos.
Su pretensión, al incluir citas de pensadores consagrados en su discurso (Ortega et al) es para fintar con su aparente profundidad y amplias lecturas, no para testimoniar verdades, para dibujar circunstancias o conceptos similares ante las cuales se solicita respeto y oídos. Nada ofrece a cambio de su encubierta petición de auxilio, de su enredada búsqueda de colaboración en aquellos que han recibido atención y cuidados de sobra. La súplica fue formulada para que le permitan un mínimo margen de maniobra y no le imposibiliten el movimiento de rescate de una barca que amenaza con zozobrar. El alegato, sin embargo, se ahoga en retórica inconsecuente, en la ausencia de acciones que permitan lo que se busca llevar a cabo y no lo encuentra: el diseño de políticas públicas de rescate, la puesta en marcha de acciones para enderezar el quehacer público y la injusticia prevaleciente.
Calderón sabe que ese conjunto de privilegiados, junto con otros, es el que le posibilitó llegar adonde está. Sabe que les debe el puesto y que ahora quieren cobrar sus favores, pero no sabe cómo deslindarse de ellos. Por eso sólo atina a balbucear intenciones de altruismo, a sugerir actos heroicos, muy lejos de las circunstancias y las voluntades de los ahí presentes. No se atreve a demandarles reciprocidad inmediata, abandono de exigencias y favores, darles portazo a sus interesadas aportaciones que, en mucho, fueron ilegítimas, racistas e ilegales.
Por lo que toca a la posposición de la entrada en vigor de la llamada reforma fiscal, poco puede decirse a favor de tan desesperada reacción del Ejecutivo. Parte sustantiva de la escalada de precios ya se dio. Lo que falta, una vez que entren en efecto los nuevos impuestos como el incremento de la gasolina y la electricidad, complementará el resto del sacrificio a los marginados, informales, productores medianos y pequeños, profesionistas y las clases medias en general. Quizá sea ésa la parte más dañina para la población, pues desencadenará los aumentos en el transporte y otros productos y servicios básicos.
Calderón reaccionó a la desesperada. Se sabe sitiado. De abajo le llega un clamor de descontento que crece con los días y por la repetición imparable de abusos y ausencias de la autoridad. Clamor que sólo sospecha y le llega en forma de estudios de opinión, porque está imposibilitado, por su mismo origen, para presentarse ante públicos abiertos que no son controlados por sus militares. De arriba, de sus patrocinadores le llegan, con prontitud y hasta con desprecio por la tardanza y titubeos que observan de su parte, los reclamos para que sus negocios sean atendidos y que sus ambiciones sean retardadas por sus mediaciones torpes. Desde los flancos no recibe más que atolondrados consejos. Sus asesores y subordinados no atinan a comprender en qué lugar quedaron ensartados sus pronósticos de recaudar cientos de miles de millones de pesos sin costo alguno. De sus aliados de fuera, es decir, de la cúspide priísta, siente el vahído de los pantanos sin fondo, de la traición inminente y hasta caprichosa.
Fueron los priístas los que iniciaron la retirada del gasolinazo, los que atisbaron, con alarma electorera, la respuesta que se gesta un tanto más para allá de donde acostumbran otear en su quehacer politiquero de todos los días: el pueblo simple, empobrecido y llano. Varios los siguieron, en especial quienes cuidan a Calderón su imagen de patriota, de hombre de Estado, de ejecutivo al mando del gobierno. Esos consejeros áulicos vieron en sus encuestas al vapor cómo bajaban los ratings, cómo llegarían las Navidades envueltas en drásticas caídas de su popularidad. Sonaron las alarmas desesperados por sus sueldos e igualas: cómo se haría tamaño favor al enemigo que asegura, desde las trincheras pueblerinas, traer ¡al usurpador a mecate corto! Un predicador incansable que apunta sus palabras en defensa de la economía popular. A ése que presume de legítimo no se le puede dejar el camino abierto, concluyeron después de auscultar sus estudios, única manera de orientarse entre el barullo. Pero, más allá de esos papeles, está el abismo del populacho, una hondonada incógnita para Calderón y acompañantes. Saben que AMLO no sólo avienta al aire su rechazo, sino que lo acompasa con todo un repertorio de soluciones que evitarían sacrificar de esa torpe manera a los mexicanos. Si Calderón quiere dinero, que lo saque de sus bolsillos y del de aquellos a los que protege. Que primero ponga freno a las exigencias de la burocracia dorada como una primera muestra de lo mucho que a los demás les solicita.
Los próximos meses mostrarán las reales intenciones de Calderón al posponer, de manera ilegal, la entrada en vigor de la reforma fiscal aprobada por el Congreso. Detrás de ese movimiento ante las cámaras y los micrófonos encadenados, que desplegó sin miramientos un Calderón asustado, se esconde una sencilla treta de imagen que harto costará a varias instituciones y muchos dolores les serán causados a la mayoría de los ciudadanos.
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