Editorial
Ayer tuvieron lugar en Sudamérica dos procesos electorales de gran importancia: los comicios regionales colombianos y las elecciones generales argentinas. En Colombia, el ejercicio de las urnas adquirió cierto carácter de referendo para el gobierno que encabeza Álvaro Uribe y para el manto propagandístico oficial que intenta presentar como exitosa la política belicista contra las organizaciones guerrilleras y contra el narcotráfico. En Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, esposa del actual mandatario, se encaminaba con facilidad a un triunfo anunciado que la colocaría, de confirmarse las tendencias, como próxima presidenta de la nación austral.
La democracia colombiana enfrenta circunstancias críticas y extremas. Por más que Uribe exhortara ayer a los votantes a rechazar a los candidatos “apoyados por las guerrillas o grupos delictivos de cualquier naturaleza”, el hecho es que él mismo llegó a la presidencia en 2002 –y se mantuvo ahí en 2006– con el apoyo de empresarios vinculados a paramilitares y posiblemente al tráfico de drogas. De hecho, un par de decenas de legisladores partidarios de Uribe han sido acusados o se encuentran bajo proceso por vínculos con grupos armados de ultraderecha. Ni esos antecedentes, ni el masivo respaldo de los medios informativos privados a los candidatos oficialistas, ni el clamor de los organismos internacionales de defensa de derechos humanos (por los atropellos gubernamentales en ese país), ni el hecho de que Uribe aparezca en un informe elaborado en 1991 por la Agencia de Inteligencia de la Defensa de Estados Unidos, relacionado con el cártel de Medellín, han bastado para deslegitimar los procesos democráticos en Colombia.
En los comicios de ayer las irregularidades y los hechos de violencia fueron sorprendentemente escasos si se considera el convulsionado contexto general del país. El saldo más relevante fue, sin duda, la victoria del candidato progresista a la alcaldía de Bogotá, Samuel Moreno Rojas, del Polo Democrático Alternativo, sobre el candidato de Uribe, Enrique Peñalosa. Con esa victoria, la izquierda partidista colombiana ratifica su ascenso y se consolida como primera fuerza política en la capital del país, gobernada hasta ahora por Luis Garzón, correligionario de Moreno Rojas.
Por su parte, las elecciones generales argentinas no arrojaron grandes sorpresas ni ostentaron problemas mayores, salvo el desabasto, en algunos centros de votación, de papeletas, lo que llevó a los opositores a presentar quejas ante los tribunales electorales. Por lo demás, Fernández de Kirchner obtenía, de acuerdo con sondeos a boca de urna, cerca de 46 por ciento de sufragios, con lo cual rebasaría la barrera legal de 45 por ciento –o de 40 por ciento y un margen de 10 por ciento o más sobre su más cercano rival– y evitaría una segunda vuelta. Independientemente de la opinión que se tenga del gobierno de Néstor Kirchner, lo cierto es que una mayoría de argentinos parece haber optado por la continuidad y que la variopinta coalición que postuló a Elisa Carrió –quien lograba el segundo lugar con cerca de 24 por ciento de los votos– no resultó convincente para el electorado. Las encuestas previas revelaban un panorama tan consistentemente parecido al que se produjo ayer, que muchos electores consideraron innecesario ir a las urnas.
Con todo y sus desviaciones, carencias e irregularidades, los sistemas electorales de Colombia y Argentina siguen siendo considerados por la mayor parte de sus ciudadanos mecanismos útiles y, en términos generales, confiables, para la renovación de la autoridad política. Este hecho contrasta de manera dolorosa con el caso mexicano, en el que el grupo en el poder y la clase política en general han socavado la credibilidad de las instituciones electorales. El daño más grave, por supuesto, fue el causado el año pasado por la obstinación de Vicente Fox de interferir en la elección de su sucesor y apoyar a Felipe Calderón, en forma ilegal, ilegítima e inmoral, con todo el aparato propagandístico del Ejecutivo federal y con los programas sociales; a ese empeño indebido se sumaron los grupos empresariales y mediáticos, que emprendieron una campaña de linchamiento contra el candidato de oposición de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador.
Para colmo, el consejo general del Instituto Federal Electoral (IFE), aún encabezado por Luis Carlos Ugalde, toleró irregularidades, se plegó a los dictados de Los Pinos y efectuó un recuento de los votos muy poco verosímil y plagado de inconsistencias; sin embargo, tanto el IFE como el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se negaron a permitir un nuevo conteo de las papeletas, que habría disipado las sospechas de manipulación de la voluntad popular. Procesos electorales posteriores (Veracruz, Baja California, Oaxaca y Yucatán) han confirmado la exasperante regresión experimentada por la democracia formal en nuestro país, donde el sufragio efectivo sigue siendo, en buena medida, una asignatura pendiente.
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