Gustavo Iruegas
La aplicación inconsulta y abusiva del modelo neoliberal sobre la sociedad y la economía mexicanas por una tecnocracia extranjerizante; la cancelación de la democracia por la oligarquía y la alta burocracia, y los afanes derogatorios de la soberanía nacional por parte de los nuevos renegados, han llevado a México a una situación en la que es preciso refundar la República. Es necesario pactar nuevas reglas de convivencia sustentadas en una democracia efectiva, reorientar las relaciones socioeconómicas sobre bases de equidad y justicia e imbuir la ética en las relaciones políticas. En resumen, hay que hacer la revolución.
Se trata del proyecto de un México nuevo que, sustentado en su herencia patrimonial y cultural, afiance la seguridad de la nación y promueva la prosperidad del pueblo, que ejerza la soberanía y refuerce la identidad, que defienda los altos intereses nacionales y que afronte con lucidez y buen juicio sus responsabilidades internacionales. Para ponerlo en práctica, el pueblo tiene que reasumir el poder que le es consustancialmente propio y orientarlo a la consecución de los elevados fines de la revolución. Aunque latente, el poder popular siempre existe, pero cuando no está organizado se disipa, como el vapor de agua en la atmósfera. Para que su fuerza se pueda utilizar hay que confinarlo en un propósito y dirigirlo a un fin específico. En este caso, a la toma del poder nacional, el que resulta de la suma de las capacidades de las instituciones nacionales.
El proceso está en marcha desde el día 16 de septiembre de 2006. Ante el golpe de Estado perpetrado en su contra por la colusión de los poderes formales y fácticos, el pueblo de México, reunido en asamblea popular, decidió rechazar al presidente espurio y designar al verdadero ganador de las elecciones Presidente Legítimo de México, además de crear un gobierno igualmente legítimo. El 20 de noviembre del mismo año, Andrés Manuel López Obrador, en magna ceremonia pública, asumió su cargo e inició la histórica y descomunal tarea de derrocar al gobierno de facto y al régimen corrupto e iniciar la instauración de la nueva República, el objetivo central de su mandato.
El gobierno del presidente legítimo está conformado por una docena de secretarios encargados de carteras específicas que vigilan estrechamente el desempeño del gobierno espurio y denuncian las políticas torcidas y las maniobras perversas contrarias al interés popular, al patrimonio y a la soberanía nacionales. Sin embargo, la tarea principal del gobierno legítimo en su conjunto es la de organizar el poder popular necesario para enfrentar el poder del gobierno de facto, que no es otro que el de las instituciones nacionales adulteradas por la corrupción. La manera tradicional de hacerlo es crear la fuerza armada suficiente para superar las armas del gobierno y con ello dar oportunidad al pueblo de alzarse con el poder nacional, la vía armada. Es la que en la segunda mitad del siglo XX pusieron en práctica los movimientos revolucionarios latinoamericanos. La preparación de esas luchas significó años –10 en promedio– invertidos en la organización clandestina, la acumulación de fuerza, el aprendizaje del uso de las armas y del combate mismo, así como en su acreditación en la conciencia pública como opción de poder. Cuando estuvieron listos iniciaron la larga guerra contra las fuerzas del gobierno (profesionalizadas, organizadas, bien pagadas y mejor armadas), en la cual las probabilidades de la derrota eran notoriamente mayores que las de la victoria.
Dos movimientos revolucionarios, en Cuba y Nicaragua, alcanzaron el poder; otros, en El Salvador y Guatemala, no tomaron el poder, pero cambiaron el sistema, y otros, los más, fueron derrotados. Todos significaron grandes sacrificios para la población que aportó la mayor parte de los muertos de ambas partes. Los conflictos duraron decenios antes de alcanzar el desenlace. El martirologio fue descomunal. En México tendríamos que agregar a los capítulos (decenios) de preparación y guerra abierta una casi inevitable intervención de Estados Unidos.
La experiencia adquirida tanto en cabeza ajena cuanto en la propia, junto a la correcta lectura de la realidad nacional y sus actuales circunstancias, han hecho que en México se haya optado por la resistencia pacífica como método de lucha para ganar el poder. Que se rechace la violencia no convierte el método en laxo: es muy potente, como demuestran el fracaso del desafuero de AMLO, la descalificación de la ley Televisa y la defenestración del palafrenero Ugalde. Tiene la virtud de que inhibe el uso de la fuerza pública aunque ése no es su único mérito. Ofrece también la ventaja de ser más rápida.
En México, al aplicar la resistencia pacífica, la temporalidad de la lucha queda contenida, en sus máximos, en el calendario político oficial, mientras que los mínimos serán determinados por la ineptitud y la necedad de los funcionarios del régimen espurio. Despejando la ecuación, las opciones de solución se encuentran en cualquier punto entre dos extremos: las elecciones de 2012 o el colapso del régimen de facto. La fatalidad del plazo está determinada por la organización del poder popular a base del reclutamiento de los resistentes, que al iniciarse octubre cuenta con un millón y medio de afiliados. Si el gobierno de Calderón no se derrumba antes de julio de 2012 –lo que a la vista de su errático y pobre desempeño no puede descartarse–, el pueblo de México acudirá a un nuevo proceso electoral sabedor de que su simple voto no será respetado –como no lo fue en los dos comicios que ganó en los últimos cuatro en que participó– a menos que se presente pertrechado con el poder popular organizado que está en construcción. La misma formidable fuerza será utilizada en cualquiera de las soluciones intermedias.
Así, la lucha de los resistentes mexicanos es pacífica, y por lo mismo preserva preciosas vidas del pueblo y es, al mismo tiempo, la vía rápida de la revolución.
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