Adolfo Sánchez Rebolledo
Uno de los grandes errores de perspectiva de nuestros intelectuales orgánicos consiste en creer que los países desarrollados, en particular Estados Unidos y Europa, representan por así decir el futuro posible de nuestras “subdesarrolladas” sociedades, para usar un término pasado de moda. Si hacemos bien las cosas, dicen, algún día seremos como ellos, a su imagen y semejanza: ricos, cultos, dominadores. Se olvida que en el pasado, es decir, casi siempre –salvo en ciertos periodos de convulsión social a favor de la voz propia– nuestros países no han hecho otra cosa que seguir apuradamente las máximas de las potencias exitosas, cuyas ideas hemos adoptado casi religiosamente, para bien y para mal, sin que esa persecución del arquetipo llegue jamás a la meta o, al menos, a reducir la distancia entre unos y otros, aunque la modernización “desigual y combinada” genere en las conciencias espejismos fantasmales.
Los periodos de mayor creatividad de Latinoamérica se producen no en la calca, el aislamiento o el rechazo localista de ese supuesto deber ser metropolitano, sino cuando éste se pasa por el filtro de las necesidades profundas de la mayorías y en el camino se reconfiguran las reglas del juego, las ideas al uso, los paradigmas, incluso sin abandonarlos por completo, como ocurrió durante la Reforma en el siglo XIX. Es así, a tropezones y rectificaciones, a veces violentas, que nos hicimos nación y Estado. La imitación servil a la postre resulta caricatura involuntaria, pena ajena, alejamiento de la buscada universalización.
Ahora de nuevo se nos ofrecen recetas que algunos aplican al pie de la letra (hablo del Estado y las fuerzas que lo dirigen), aunque la experiencia dice que, no obstante los reconocimientos de fuera, esas recomendaciones no han servido para resolver nuestros graves problemas. Llevamos décadas bajo el paraguas de cierta visión de la política económica, que es también una forma de ética de Estado, casi una religión, sin ver resultados plausibles. Basta un desastre natural, como el que trágicamente se abate sobre Tabasco y Chiapas (y antes Cancún) para advertir la fragilidad de la situación: si son insuficientes las infraestructuras, más lo son las políticas fundadas en la imprevisión o en los criterios de costo beneficio que estrangulan los servicios públicos, incluida la sanidad pública, la educación de calidad, el transporte.
Pero la respuesta es la habitual: se exige privatizar los energéticos, clausurar en la ley las ya moribundas conquistas laborales y, a la vez, “reforzar el estado de derecho” para equiparar al trabajador con los patrones, desfondando el sindicalismo posible en aras de la transparencia y la falsa descorporativización. Se nos ofrece como paso adelante hacia la reforma estructural cargar la mano impositiva al consumo, pero no a las ganancias, abolir la agricultura a favor de las importaciones y un sinfín de medidas que en teoría allanarían el despliegue del capital internacional.
Lo peor es que los autores de dichas propuestas las hacen no en nombre de sus intereses, como la vía más corta para aumentar sus ya muy concentrados beneficios, sino como el gran instrumento para combatir la pobreza, desarrollar las carreteras, las presas e, incluso, para frenar la devastación del medio ambiente, lo cual a estas alturas es pura ideología recitada con demagogia.
Los ejemplos clásicos de Europa o el sudeste asiático ya no funcionan para tales fines, pues las sociedades desarrolladas también están aprendiendo en la escuela del capitalismo salvaje. Lejos de consolidarse en ellas los derechos adquiridos se está instalando la afición al riesgo, la inseguridad como un componente necesario de las relaciones sociales.
La precariedad domina el horizonte que se nos ofrece como modernidad. Pero, tal como apunta Rossana Rosanda, “no puede amar el riesgo quien necesita un trabajo y no puede hallarlo, al menos decentemente remunerado, ni aun teniendo un título de gran calidad; son ya legión los precarios en la investigación, en la universidad, en los hospitales, privados y públicos. Y no aman tampoco el riesgo los bancos y los propietarios inmobiliarios a quienes tienen que dirigirse para lograr un crédito o una vivienda, que no te conceden ni una cosa ni otra, si no puedes mostrar sólidas nóminas o robustas propiedades”.
Bien que se defienda el garantismo en la ley, pero no se pueden enunciar derechos sin sujetos que los ejerzan y, más aún, sin crear las condiciones que los hagan posible. Sorprende así que se ofrezca la transparencia como panacea en clave antisindical contra los monopolios, equiparando la defensa de la autonomía con la protección de esos negocios impúdicos que son las organizaciones protegidas por la Secretaría del Trabajo.
Quién lo iba a imaginar: la transparencia desde arriba y desde afuera convertida no en pieza de la democracia en los sindicatos, sino como tuerca de la reforma laboral “neoliberal”, la de la receta. Valiente democracia es ésta. Urge cambiar de rumbo, no sólo la “imagen” del poder.
Ayudemos a los damnificados de Tabasco y Chiapas.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario