Raúl Zibechi
Está todo listo para que comience a sesionar la Asamblea Nacional Constituyente. Esta semana el presidente Rafael Correa entregó la primera etapa de la sede, construida en apenas 10 semanas en la ciudad de Montecristi, en Manabí. La sede de la Constituyente, bautizada Ciudad Alfaro, es un moderno complejo de edificios que contará con los medios para que la población siga en directo las sesiones de los asambleístas.
Todo indica que, a diferencia de lo que viene sucediendo en Bolivia, donde la intransigencia de la derecha y las ambigüedades del gobierno han paralizado la Asamblea Constituyente, en Ecuador las cosas marcharán más rápido y con menos escollos. En primer lugar, porque el gobierno cuenta con 80 asambleístas de 130, lo que le otorga una cómoda mayoría para hacer aprobar una nueva Constitución a la medida de los cambios que se propone. Resulta muy significativo que las fuerzas que apoyan a Correa, el movimiento PAIS (Patria Altiva y Soberana), hayan conseguido la mayoría absoluta incluso en aquellas regiones que siempre fueron bastiones de la derecha. Así sucedió en la provincia de Guayas, donde el oficialismo eligió 10 de los 18 constituyentes. Esto puede estar indicando un cambio de fondo en el feudo de la oligarquía ecuatoriana, y muy en particular en las actitudes políticas de la población.
En segundo lugar, el gobierno sabe lo que quiere y no parece tener dudas. El asambleísta más votado, Alberto Acosta, que probablemente sea elegido presidente de la Asamblea, aseguró que ningún otro órgano va a limitar sus poderes. Se trató de una alusión directa al Parlamento que entrará en receso mientras duren las sesiones de la Constituyente a la espera de lo que ese organismo determine sobre su futuro. De esa manera, el gobierno desarma la estrategia de la derecha de hacerse fuerte en un Parlamento minado por la corrupción, para caminar hacia un choque de poderes similar al que se registra en Bolivia.
Por otro lado, en Ecuador no se atisba la posibilidad de que surjan demandas o reivindicaciones de carácter autonomista o regionalista que obliguen a Correa a negociar a la baja sus objetivos. El camino aparece, así, bastante despejado. Más aún cuando el gobierno asumido en enero ha realizado algunos gestos importantes, como la apropiación por el Estado de 99 por ciento de las ganancias extraordinarias de las empresas petroleras para destinarlas a inversiones sociales.
Por otro lado, los ministros de Correa vienen anunciando cambios que serán incluidos en la nueva Constitución. Uno, anunciado esta semana por Acosta, alude la posibilidad de impugnar los tratados internacionales firmados por gobiernos anteriores que puedan atentar contra la soberanía del país. Ya está definida la no renovación del contrato de la base de Manta que usufructúa Estados Unidos, pero a ello pueden sumarse una serie de tratados y acuerdos tanto con estados como con empresas multinacionales. Se menciona, incluso, la posibilidad de estampar en la Constitución la prohibición o una seria regulación de la minería a cielo abierto, que viene ocasionando verdaderos desastres ambientales y sociales en toda la región andina.
A estas propuestas debe sumarse la idea lanzada por el ministro coordinador de Seguridad Interna, Fernando Bustamante, de proceder a una redistribución de la propiedad, aunque sin llegar a confiscaciones ni expropiaciones. El objetivo está fijado en “democratizar los medios de producción”, que se concreta en controlar al sector financiero, terminar con las tierras improductivas y administrar los recursos naturales. El Estado ecuatoriano tiene suficientes medios como para inclinar la balanza hacia los sectores más desfavorecidos, sin alterar algunas leyes de la economía de mercado, aunque limitando seriamente el modelo neoliberal vigente.
Finalmente, el gobierno de Correa puede verse beneficiado por las tendencias al cambio en Colombia, donde el gobierno ultraderechista de Alvaro Uribe viene dando muestras de creciente debilidad como han mostrado las elecciones del domingo pasado. Existen, sin duda, algunos problemas que pueden trabar los cambios. El principal, según los diversos observadores ecuatorianos, son las propias debilidades del partido oficialista, donde han recalado los más diversos personajes del escenario político, algunos con un pasado más que dudoso. Esta frágil construcción partidaria habla de la continuidad de la cultura política tradicional, con la cual no queda claro cómo se posiciona el presidente.
Pese a ello, el panorama se presenta francamente alentador para las fuerzas del cambio, incluyendo al propio movimiento indígena que se ha mantenido al margen del actual gobierno y, en gran medida gracias a eso, vive un importante proceso de reconstrucción luego de varios años de errores y fracasos. Hace pocos días, al presentar su propio proyecto de reforma constitucional, la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador dio muestras de su capacidad de movilización y de propuesta, de autonomía y de capacidad de iniciativa. Todo indica que Correa se encamina hacia su primer año de mandato con un panorama bastante despejado que puede facilitar su proyecto de cambios que no pueden sino estar anclados en la ruptura con el neoliberalismo. Hasta dónde llegue, aún es pronto para poder evaluarlo. Existen en el Ecuador de abajo, básicamente en torno a los indígenas, un conjunto de movimientos que en los últimos 15 años mostraron su capacidad de vetar cualquier proyecto que los margine o los mantenga como subordinados.
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