Carlos Fazio
La víspera de su viaje a México en marzo pasado, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, insistió en que Felipe Calderón debía “abrir el sector energético” a la inversión privada. En particular se refirió a la expansión de la producción petrolera en aguas profundas del Golfo de México, que, dijo, requiere una millonaria inversión de capital. Junto con la “seguridad”, el proceso de desmantelamiento hormiga y la privatización de facto del complejo petroeléctrico paraestatal: Petróleos Mexicanos, Comisión Federal de Electricidad y Compañía de Luz y Fuerza del Centro –que sigue los parámetros delineados por el Banco Mundial, impulsados por el dúo Bush-Cheney en beneficio de las compañías multinacionales del ramo con casa matriz en Estados Unidos–, son los dos puntos claves de la agenda mexicana de Washington, que se inscriben en la construcción de Norteamérica como nuevo espacio geopolítico y económico para la competencia interimperialista con la Comunidad Europea y el bloque Asia-Pacífico.
Seguridad y energía son los dos puntos nodales de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), iniciativa bloquista de viejo cuño colonial firmada en Texas en 2005 y dirigida a afianzar y consolidar la integración silenciosa y subordinada de Canadá y México a la nación imperial. El antecedente más cercano de la ASPAN –o TLC militarizado– está contenido en el documento Estrategia de seguridad nacional, presentado por Bush en la Casa Blanca el 20 de septiembre de 2002.
Allí, junto a viejos planteos que remiten a conceptos militaristas como guerra relámpago (Blitzkrieg) y otras nociones geopolíticas con reminiscencias hitlerianas tales como “espacio vital” y la política de gran área en el hemisferio occidental, Bush señaló: “Debe mejorar la seguridad energética (de Estados Unidos). Fortaleceremos nuestra propia seguridad energética y la prosperidad compartida de la economía mundial colaborando con nuestros aliados, socios comerciales y productores de energía”. Desde entonces, la “liberalización” de las tres paraestatales de la energía (Pemex, CFE y CLFC), antiguo objetivo de Washington, entró en una nueva fase de presiones y es el mandato, en clave de dependencia, que le endosó Vicente Fox a Calderón.
En días recientes circularon versiones sobre sendas reuniones de Calderón con el ex candidato presidencial del PRI y actual senador Francisco Labastida Ochoa, y con un grupo de legisladores de los partidos Acción Nacional y Revolucionario Institucional. Allí se habría analizado la intención de Calderón de abrir a la inversión privada, nacional y extranjera, áreas como la exploración, extracción, refinación y comercialización de recursos petrolíferos y sus derivados, lo que implicaba una profunda contrarreforma a los artículos 27 y 28 constitucionales. Por razones de oportunidad política, la iniciativa habría sido frenada.
Sin embargo, la “alianza estratégica” de los neo-polkos panistas y los colaboracionistas salinistas –a los que Carlos Monsiváis llamara irónicamente “la primera generación de estadunidenses nacidos en México”–, encabezada por cinco ex secretarios de Energía con mentalidad entreguista: Luis Téllez Kuenzler, ex representante en México del corporativo de la energía y las armas Carlyle y actual secretario de Comunicaciones y Transportes; Francisco Labastida, Felipe Calderón, Jesús Reyes Heroles y Fernando Elizondo, intentará modificar o expedir una decena de leyes secundarias, conforme a una estrategia gradual, que, de concretarse, convertirá en letra muerta el mandato constitucional. Apoyados por cabilderos texanos, los quintacolumnistas neoliberales nativos vienen trabajando en lo oscurito sobre el pedido de Bush. Es decir, abrir a la inversión privada los campos transfronterizos en aguas profundas del Golfo de México.
La agenda de Calderón –que es la del Banco Mundial y Bush-Cheney– insistirá en arreglos económicos y cláusulas especiales al margen de la Constitución, como los contratos de servicios múltiples, contratos de alianzas, proyectos de impacto diferido en el registro del gasto (Pidiregas) y otras argucias, que han permitido la “alianza tecnológica” de Pemex con Halliburton y una docena de multinacionales extranjeras (Repsol YPF, Kellog, Total, Shell, Royal Dutch, Unión Fenosa, Mitsui, Chevron-Texaco, Sempra, Teikoku Oil, Tecpetrol) para la explotación de petróleo y gas en Baja California, la bahía de Campeche (Cantarell), la cuenca de Burgos y otras regiones del país.
De esa manera, el esquema de integración asimétrica (absorción) de la América del Norte impulsa el control o la colonización energética de Washington sobre las riquezas en hidrocarburos de México. En particular, la llamada nueva “frontera emergente”, el Gel Golfo de México, definida como una de las tres más grandes provincias petroleras del mundo y asiento de los llamados “hoyos de dona”, compartidos por Estados Unidos, México y Cuba, y sometidos a la “diplomacia secreta” del aparato de seguridad nacional estadunidense.
Con la vieja excusa de que el gobierno no tiene el dinero necesario para hacer las inversiones que requiere Pemex, y que hace falta tecnología de punta para la perforación de pozos en aguas profundas, se buscaría impulsar ahora “asociaciones estratégicas entre paraestatales” –por ejemplo entre Pemex y la brasileña Petrobras– y buscar consensos para una interpretación “liberal” de la Constitución, a fin de que se puedan modificar las leyes secundarias y se abra paso a la inversión conjunta pública-privada de los campos transfronterizos en los hoyos de dona. Un primer paso, en espera de tiempos mejores. Lo que en buen romance significa una privatización de facto de ciertas áreas o pasar la propiedad de una nación a la propiedad privada extranjera.
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