Gustavo Iruegas
La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno. Éstos son los incuestionables asertos del artículo 39 de la Constitución mexicana. Su vigencia no depende de su inclusión en el texto constitucional. Ni siquiera su ausencia o negación en el propio texto atentarían contra su validez. De ellos resulta que la soberanía es consustancialmente popular.
En la práctica mexicana, el ejercicio de la soberanía popular depende de que el pueblo que la origina la respalde con el poder necesario para defenderla de quienes acechan para socavarla con rapacidad desde el exterior y con ruindad desde el interior. Cuando se acerca a los dos siglos de su existencia como Estado independiente, el pueblo de México no puede sino perseverar en su larga lucha por el pleno ejercicio de su soberanía y contra los depredadores de su democracia, que en los tiempos modernos han devenido en una sola especie: los explotadores del pueblo. Así se explica que el usurpador procura el enriquecimiento de los extranjeros a costa del sufrimiento de las personas, los bienes de la población y el patrimonio de la nación, como hizo al inundar Villahermosa.
El 16 de septiembre de 2006, el pueblo de México, para celebrar el inicio de su independencia en 1810 y ejercer, de prístina manera, su soberanía, reunido en asamblea rechazó al usurpador del poder político y le otorgó su representación a quien había recibido el favor de su voto. Lo designó presidente legítimo y le dio como mandato la refundación de la República y como instrumento el poder popular. El pueblo de México hizo uso de ese poder cuando rechazó el desafuero de Andrés Manuel López Obrador. La multitudinaria demostración de la ira popular fue suficiente para que los facinerosos recularan y dieran al traste con la maniobra. Sin embargo, cuando el golpe de Estado se materializó con el fraude al voto, perpetrado por el IFE y el TEPJF, y se consumó con la toma del poder por parte del espurio, respaldado, ahora sí, por el Ejército, la demostración de la ira popular no fue suficiente para restaurar la soberanía popular.
Cuenta Andrés Manuel que la mañana del primero de diciembre del año pasado todas las personas con que habló esperaban que ese día en el Zócalo se diera la orden de asaltar o al menos de sitiar el palacio de San Lázaro, convertido en una fortaleza por las fuerzas armadas. Al llegar a la plaza encontró a una multitud furiosa que, en efecto, esperaba ser conducida al edificio del Congreso. A pesar de que el 16 de septiembre la Convención Nacional Democrática había determinado que esta vez no se aceptaría el fraude como hecho consumado y que, aun así, no se recurriría a la violencia; arrebatada y vehemente en su ira, la multitud estaba dispuesta a ir a una hecatombe, como reses a un matadero. La decisión del presidente legítimo fue iniciar una marcha hacia el lado contrario. Nunca se sabrá cuántas vidas se salvaron esa mañana.
También ese día se iniciaron los trabajos de organización del poder popular, única manera de enfrentar a los detentadores del poder nacional –que no es otra cosa que la suma de las instituciones–, ahora en control de los malhechores. Durante los meses de diciembre y enero se preparó el pequeño pero eficaz aparato para formalizar la militancia de los ciudadanos refractarios al fraude. A lo largo del año se ha puesto en práctica ese programa de “credencialización” que, como en la tercera asamblea popular se anunció, ya supera un millón 700 mil personas que han asumido el compromiso de luchar por la nueva República. La credencial, que en otra ocasión se ha llamado “carnet de resistente”, implica una dualidad de funciones: por un lado, representa la decisión personal de empeñarse en la lucha por los intereses populares y el patrimonio nacional y, por otro, significa una confirmación de pertenencia al conjunto de los que declaran su disposición de convertirse en representantes del gobierno legítimo y acudir al llamado de su presidente para defender las causas populares y los intereses nacionales.
Cada credencial es un humilde pero macizo ladrillo que, en su vasto conjunto, constituye el material que servirá para levantar una fortaleza. Disponerlo y aglutinarlo convenientemente es tarea del constructor. Así se organiza el poder popular; esa fuerza, latente mientras se construye, que se convierte en formidable cuando se pone en movimiento. La organización es el camino por el que el pueblo mexicano alcanzará su soberanía en plenitud.
Después de la tercera asamblea popular se ha iniciado un segundo nivel de organización: el municipal. El presidente legítimo ha visitado ya mil municipios a lo largo del país, los resistentes son ya legiones y los problemas nacionales se agudizan. Dirigencia, contingente y objetivo son los componentes del proyecto que ya está en marcha. La revolución democrática y pacífica está ocurriendo.
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