miércoles, diciembre 05, 2007

Injusticia en la Suprema Corte

Arnoldo Kraus

¿Qué queda entre las aguas que sepultaron buena parte de Tabasco y la exoneración del gobernador de Puebla, Mario Marín, por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)? Queda el México atrapado por la injusticia, el México sin solución y con mínimas esperanzas sobre temas tan críticos como la ética de los funcionarios públicos. Queda también el incremento en el descrédito hacia el gobierno y el repudio hacia sus instituciones.

Mientras que las aguas desvelan mucho de lo que no hicieron los gobernadores y sus secuaces en Tabasco, el fallo, ya desde ahora histórico de la SCJN, al exculpar al gobernador Marín de las acusaciones por la violación de las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho muestra el desprecio de la Corte hacia el grueso de la población mexicana.

En el México contemporáneo, la naturaleza y algunos de los encargados de impartir justicia hermanan a la población; ambos actos exponen la brutal desprotección de la sociedad y, en el caso de la periodista, la inutilidad de la razón. El affaire Marín-Cacho-SCJN refleja también otras realidades execrables y temibles que pueden resumirse en las siguientes preguntas: si se exonera a un gobernador, a todas luces responsable ante la opinión pública nacional y mundial de vulnerar los derechos humanos de una periodista, cuyo nombre ha recorrido el planeta, ¿qué le espera a la población innominada y cuáles son las lecciones de esta lamentable decisión?

La enseñanza que deja la conclusión de la SCJN es que en México la justicia es endeble, acomodaticia y magra. Testigos de esa actitud son los millones y millones de innominados, sean las menores cuyos derechos humanos habían sido violentados por Kamel Nacif, el celebérrimo amigo de Mario Marín, los heroicos poblanos que han sido expulsados de sus tierras y desde los restaurantes de Nueva York mantienen a sus familiares ante la inoperancia y la corrupción de sus gobiernos o el resto de los mexicanos transparentes, como los tabasqueños, sepultados por la ineptitud y los hurtos de sus gobernadores.

Para quienes hemos seguido el caso de Lydia Cacho, la lamentable decisión de la SCJN transmite un mensaje muy claro: mientras nos gobiernen quienes nos han gobernado los derechos humanos en México nunca se respetarán. Lo mismo puede decirse de la justicia y de la ética, cuya prioridad es casi nula para las autoridades mexicanas. Es obvio que si a nuestro gobierno no le preocupa exponerse ante el mundo, a pesar de la reputación de Cacho, menos le intranquiliza la suerte de millones de innominados.

La resolución de los magistrados es lamentable por el desdén que implica contra el grueso de la opinión pública; aunque no cuento con estadísticas –no creo que existan–, comprometo mi opinión al afirmar que la mayoría de las personas enteradas del caso Marín-Cacho están convencidas de las terribles amenazas sufridas por la periodista. No sobra recordar que el meollo del asunto es el tráfico de menores con fines sexuales, tema nefando para el cual no existe perdón posible.

A los sinsabores anteriores deben agregarse la vindicación de la impunidad como sino de la “democracia a la mexicana”, la inseguridad de la población acentuada por la decisión de la SCJN y la creciente falta de confianza de la sociedad hacia las instituciones gubernamentales. Todo un ramillete marchito del panorama político y legal del México contemporáneo, cuya suma deviene desesperanza: los mexicanos no contamos con garantías individuales. No sobra recordar que el presidente Calderón condenó a Marín en 2006: “Mi repudio y mi más enérgico rechazo a la actuación del gobernador de Puebla… en el caso de la detención de la periodista Lydia Cacho”.

La decisión de la SCJN alarma. Si bien fue una votación “apretada”, seis contra cuatro, la mayoría de los magistrados consideraron que “no se puede afirmar… que Marín tuvo la participación que se le imputa”. Si bien las grabaciones telefónicas no son un método ético para obtener información, lo que escuchamos en los diálogos, no precisamente platónicos entre Marín y Nacif, aunados al resto de las evidencias demostradas por la periodista, son elementos suficientes para saber que la razón asiste a Cacho y que la resolución de la Corte no sólo es un agravio contra la nación, sino una infamia contra su propia imagen.

Descreer en estructuras supuestamente acreditadas y neutrales es signo ominoso. Con su fallo la Corte abre la puerta para que los Marín, los Nacif y los Succar sigan no sólo reproduciéndose ad nauseam, sino que avala sus acciones y las apoya.

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