Bernardo Barranco V.
Ha pasado un mes de las inapropiadas declaraciones del cardenal Norberto Rivera, quien sentenció el pasado 7 de diciembre en el penal femenil de Santa Marta Acatitla: “Ustedes –dijo a las reclusas– encuentran en esto gente aquí, pero también gente afuera que mata la fama, la dignidad, el buen nombre de las personas, ¡verdaderas prostitutas, verdaderos prostitutos de la comunicación que deshacen la fama de los demás!” Sin dar nombres ni referencias precisas, manifestó su resentimiento contra algunos comunicadores, periodistas y medios. Más allá de la pérdida de compostura, el tema amerita una reflexión para dimensionar la crisis severa por la que pasan el cardenal y la arquidiócesis de México, involucrando al conjunto de la Iglesia mexicana.
En un artículo publicado en estas páginas (“Crisis mediática del arzobispado”, La Jornada, 22/8/07), ya advertíamos del desencuentro entre el cardenal y los medios de comunicación, que comprendía desde las denuncias sobre su presunta complicidad y encubrimiento a pederastas y la manera en que encaró la despenalización del aborto en el Distrito Federal; cuestionábamos el papel del vocero de la arquidiócesis, Hugo Valdemar, al ponerse los guantes y subirse al ring para, después de haber sido vapuleado, proclamarse “el primer perseguido político de la administración de Marcelo Ebrard”. En ese momento cuestionamos los débiles argumentos de victimización como explicación del estrepitoso derrumbe de la imagen mediática de Rivera. No es la persecución a la Iglesia ni son los enemigos de la fe, no es el relativismo secular ni los embates a las tradiciones religiosas las causas: es el accionar del cardenal, empecinado en un ciego protagonismo, quien junto con su vocero es responsable de la desavenencia entre los medios y la arquidiócesis.
Al parecer el factor detonante en una primera aproximación simplista fue el impacto del trabajo periodístico de Sanjuana Martínez, en particular la edición del libro Manto púrpura. Algunos comentaristas apuntan a cierto paralelismo con los escándalos por encubrimiento en Estados Unidos que costaron a la Iglesia desprestigio y millones de dólares en indemnizaciones. Por su parte, actores religiosos han insistido en que se ha “orquestado una campaña de odio y repudio hacia el cardenal por parte de grupos extremistas de izquierda… que pone en riesgo la integridad del arzobispo” (La Jornada, 4/11/06). Sin embargo, la Iglesia mexicana y el cardenal siguen gozando del privilegio y del arropamiento de los grandes medios electrónicos televisivos y de nutridos sectores de la clase política. En cambio, el comportamiento político y posicionamiento mediático del cardenal Rivera, que se ha gestado desde hace más de 10 años, ha desencadenado una reacción que no calificaría de anticatólica, sino anticlerical; comprar la tesis utilizada por los católicos estadunidenses del anticatolicismo y del complot es desmedido en el caso mexicano. Ahí están investigaciones como la de Verónica Veloz, referida en este espacio, mostrando que el afán de posicionamiento político, más que religioso, de Rivera ha tenido a la larga un “efecto bumerán” debilitando la autoridad moral requerida para un prelado que ostenta investidura cardenalicia. Basta analizar los artículos de opinión de 2007, los chistes populares, los apodos y los cartones periodísticos para calibrar la magnitud perniciosa de dicho efecto. La posición de que los medios son espejo del accionar de los actores es una teoría superada en el campo de la comunicación; los medios construyen realidades, relatos e imágenes que reflejan la correlación y exhiben las miserias o bondades de los protagonistas públicos. La inconsistencia de Rivera va de la mano de la crisis de liderazgo que reina en diferentes ámbitos de la vida política y económica del país. El propio Valdemar reconoce que 2007 ha sido un año crítico para el cardenal, quien ha suspendido sus conferencias de prensa dominicales para abrir nuevos frentes. Su vocero ha dedicado este mes a hacer un recuento de daños, diseñar una nueva estrategia y ha pedido tiempo para “reconquistar” a medios agraviados por las altisonantes declaraciones de su cardenal herido.
Aquí vale la pena preguntarse por la concepción tradicional que el arzobispado tiene de la función de los medios de comunicación. Da la impresión de que es pragmática e instrumentalista, como si fueran herramientas mediante las cuales se puede modificar la conciencia de los receptores. Esta concepción utilitaria de los medios fue desarrollada a partir del éxito de los televangelistas en los años 70, cuando lograron revertir momentáneamente el mapa religioso de Norteamérica; sin embargo, nuevos estudios han demostrado que, aparejada al deslumbrante “espectáculo religioso” proyectado en televisión, operaba una estructura que daba seguimiento particular a los prospectos. Existe en Valdemar una ausencia en la dimensión dialógica que perciba a los medios como un lugar cultural dentro de los cuales se compite por construir la realidad desde procesos culturales diferenciados y con aristas heterogéneas, es decir, desde el diálogo y el reconocimiento de la pluralidad y diversidad. La “nota” no debe basarse sólo en la denuncia ni en la crítica –ésta se ha desgastado– ni mucho menos por show del rating, vía sensacionalismo. Hace falta que la Iglesia genere una nueva actitud de humildad, apertura y de diálogo acompañada de capacidad de propuesta en asuntos públicos.
Con jaloneos y retrocesos, los medios han sido un factor importante en la transición democrática. Falta mucho para elevar el nivel de compromiso de éstos con los valores democráticos, la objetividad en el manejo informativo de la agenda pública y mejores niveles. Hay riesgos latentes, pero hasta hace muy poco se decía que eran intocables el Presidente, los militares y la Iglesia; hoy esa intocabilidad ha desaparecido y es parte de la crítica y del quehacer democrático.
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