jueves, marzo 27, 2008

Argentina: desestabilización oligárquica

Editorial

Desde hace dos semanas, Argentina se encuentra bajo el acoso de una revuelta de la derecha, que capitalizó el descontento de los productores agrícolas ante el incremento en los impuestos a las exportaciones de soya y girasol. Los agricultores han bloqueado autopistas en todo el país, han provocado desabasto en las ciudades, y en éstas sus aliados de las clases altas y medias urbanas recurren a una práctica tristemente célebre en el Cono Sur: el cacerolazo contra el gobierno.

Para poner las cosas en perspectiva, es importante recordar que el grueso de la producción agrícola argentina no está en manos de campesinos pobres, sino de empresarios agroexportadores y de medianos y pequeños propietarios; los primeros son individuos ricos que han hecho sus fortunas por medio de la explotación de peones y del pago de impuestos ridículamente bajos, o incluso por medio de la evasión fiscal. Debe señalarse, asimismo, que entre este sector y los intereses especuladores de las ciudades, la llamada “patria financiera”, hay una raigambre de estrechos vínculos políticos que constituyó el soporte principal real de las dictaduras militares que ensangrentaron y asolaron a ese país en el pasado reciente. Un tercer elemento que debe tomarse en consideración es la reiterada y creciente inconformidad de esos sectores oligárquicos –financieros, agrarios, políticos– con los gobiernos de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández.

Así, a ritmo de ruido de cacerolas, se configura una ofensiva desestabilizadora disfrazada de descontento popular, en la que confluyen los viejos elementos del golpismo sudamericano en su vertiente civil: el acaparamiento y el desabasto de bienes básicos y los intentos por asfixiar a las urbes. No sería extraño ver, en un futuro próximo, fenómenos de inestabilidad monetaria y cambiaria. El guión es harto conocido; se aplicó por primera vez en Chile contra el gobierno constitucional de Salvador Allende, y se replicó, con variantes mayores y menores, en diversas naciones del Cono Sur.

No debe omitirse el hecho de que, en forma paralela a esta crisis artificial en Argentina, las derechas vernáculas han intentado la desestabilización de los gobiernos progresistas de Bolivia, Ecuador y, por supuesto, Venezuela, en donde incluso llegaron a la temporal consumación de un golpe de Estado que tenía por propósito suprimir la presidencia –democráticamente elegida– de Hugo Chávez.

Sería ingenuo suponer que en esta oleada de fenómenos desestabilizadores contra gobiernos que en distinto grado han tomado distancia de las recetas económicas neoliberales, y que han marcado con claridad políticas orientadas a recuperar las respectivas soberanías nacionales, esté ausente el tradicional componente común del golpismo en América Latina: la injerencia estadunidense.

En efecto, a lo largo del siglo pasado Washington alentó invariablemente los descontentos, supuestos o reales –regionalistas, de las clases medias y altas, de los ámbitos financieros y, por supuesto, de las trasnacionales– contra gobiernos que intentaron reconducir la economía hacia la satisfacción mínima de las necesidades populares o que pretendieron hacer de sus respectivas independencias nacionales algo más que un formulismo histórico.

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