Octavio Rodríguez Araujo
Como veo las noticias sobre lo ocurrido en el Partido de la Revolución Democrática, ningún arreglo cupular lo salvará del desprestigio que sus dirigentes y grupos de incondicionales promovieron en la pasada elección interna. Podrán resolver la elección “limpiándola” (cualquier cosa que esto signifique), podrán incluso negociar los cargos en disputa, pero lo que no podrán hacer será unir su partido, no realmente. Se han dicho entre ellos tantas cosas, algunas muy duras, que difícilmente se restañarán las heridas abiertas en el proceso. El PRD está, si no polarizado, sí dividido, y quizá más que antes en su todavía corta historia.
Sería más difícil encontrar inocentes que culpables, por lo que no interesa mucho especular al respecto. Hicieron mal las cosas y este es el dato importante. Les faltó, digámoslo con cursilería, amor por su partido, cariño a lo que han estado construyendo, lealtad a quienes han depositado fe y confianza en sus dirigentes y en la organización como un todo y como una alternativa a la derecha. Les guste o no a Ortega o a Encinas, ya defraudaron a mucha gente y debilitaron a su partido. Flaco favor le hicieron a las corrientes llamadas progresistas del país. Si éstas, como bien sabemos, requerían de una dirección política y de una coordinación de esfuerzos por la emancipación de los más pobres, lo que han recibido es un espectáculo de ambiciones mal orientadas y de rebatiñas muy poco decorosas.
A la derecha, por si no fuera suficiente lo anterior, le han dado armas para que sus ataques, sobre todo al “malo de la película”, se multipliquen como si fueran conejos, o más bien ratas. Los betetas y otros de su especie en la radio han encontrado la ocasión para darle rienda suelta a sus fobias y, como el ambiente está enrarecido, han ampliado sus audiencias proclives a ser convencidas de que la izquierda no tiene remedio. Y es que lo grave del asunto es que así parece, aunque no sea del todo cierto.
En muchos de mis escritos he querido insistir en la necesidad de la unidad en el PRD, y no porque yo sea de este partido. Lo he hecho porque creo conocer muy bien a las izquierdas (que he estudiado por más de 40 años) y porque como ciudadano común veo con preocupación que se estén diluyendo, desdibujando, con el riesgo de desaparecer. ¿Qué sería del país sin izquierdas, con gobernadores como el de Jalisco que no vacila en gastar el dinero del pueblo, de sus gobernados, para erigirle un templo-monumento a una de las fuerzas más reaccionarias de nuestra historia contemporánea: los cristeros? Sin izquierdas, este país se desnacionalizaría más, la intolerancia sería mayor, la concentración de la riqueza aumentaría todavía más, y grupos con razón desesperados, como los de La Montaña, en Guerrero, tratarían de adelantar revoluciones que muy pocos secundan o quieren.
Sé que me arriesgo a ser calificado de romántico. Sin embargo, puedo asegurar que no lo soy; todo lo contrario. Pero una cosa es que yo no suela ser un sentimental y otra que acepte una suerte de pragmatismo suicida entre las izquierdas. Entiendo la política como pragmática, a veces cínica, pero todo político debería saber que tal pragmatismo sólo es útil si lo lleva a alcanzar sus objetivos. ¿Creerán o habrán creído Ortega, Encinas y sus compañeros que sin su partido podrían estar donde están o donde quieren estar? Si es el caso, se parecerían al campesino del cuento que teniendo una gallina que le daba un huevo de oro diario le entró la ambición y terminó abriendo su animalito para buscar en su interior muchos huevos de oro que, obviamente, no tenía. Ese campesino ambicioso se quedó sin los huevos de oro que la gallina ponía diariamente, y sin la gallina. ¿Un esfuerzo de casi 19 años, en el que han participado millones de mexicanos incluso posponiendo muchas veces sus diferencias con la dirección de su partido, lo echarán a la basura por la vanidad y la ambición de dirigirlo y con esto llevar agua a su molino? Si es o fue así, no merecen dirigir el PRD, pues éste es un partido que merece una dirección inteligente, sólida pero no intransigente, de principios sin ser dogmática y, sobre todo, que no lo maten por ambición.
Yo no sé si los que no están con López Obrador merecen ser llamados traidores o cosa semejante. No lo creo, como tampoco creo que sólo los que estén con él merezcan el calificativo de izquierda o cosa semejante. Para mí este no es el dilema. El dilema, como lo veo, es que si la izquierda o el centro-izquierda no se enriquece fortaleciéndose y agrandándose en su número de militantes, la derecha se apoderará de todo el país y, como lo establece muy bien la física, no habrá lugar para ninguna izquierda, ni acertada ni desacertada: dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Así de simple o, si se prefiere, si una parte se convierte en el todo o se apodera de éste, ninguna de las otras partes podrá sobrevivir; quedará excluida, marginada, destinada a su desaparición, como ya lo hemos visto con muchas organizaciones que no quisieron entender a tiempo este sencillo argumento.
El problema no es que estén o no con López Obrador sino que se alíen a un gobierno espurio y hagan componendas en los oscurito para disfrutar de las prebendas que éste les ofrezca.
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