Rolando Cordera Campos
El sistema constitucional mexicano propicia la centralización del poder y la irresponsabilidad política ante el Congreso. Así fue y así es, como lo muestran las manipulaciones del Ejecutivo en el sistema de medios de comunicación y lo confirma a diario la actuación de la Secretaría de Hacienda. El que el nuevo coordinador de asesores del secretario Agustín Carstens sea presentado en la prensa como un “hombre del Presidente” no hace sino agregar un elemento chusco a esta tendencia nociva para la democracia y el buen gobierno y sobre la que nos ha ilustrado e insistido el estudioso Diego Valadés.
Devolverle al Congreso su dignidad clásica debería ser asunto de primera prioridad en la reforma del Estado, pero no lo ha sido. Tampoco puede decirse que por la vía de los hechos que ha abierto la pluralidad política, se haya abierto paso una iniciativa para hacerle contrapeso a esa fuerza desproporcionada del Ejecutivo emanada de la propia Constitución. La presencia de la oposición en las cámaras y en los gobiernos locales condiciona y, si se quiere, redefine en la práctica dicha concentración del poder en el Ejecutivo, pero una y otra vez se constata que ésta es más que nada una suerte de ilusión de óptica de la política plural.
Al final de cada ronda provocada desde la pluralidad del Congreso o de los gobiernos locales, los mandatarios y legisladores van al agua que la Secretaría de Hacienda resguarda, administra y distribuye como le place, cuyos funcionarios, a querer y no, encarnan y reproducen una cultura de cancerberos del poder presidencial, inconmovible ante la emergencia o la necesidad social e imperturbable ante los sombrerazos de la oposición o el movimiento social reivindicativo de que se trate.
La tendencia centrípeta del poder se mantiene contra viento y marea redistribuidora, pero su eficacia se gasta y corroe y contamina al resto del Estado, hoy en efecto cruzado por la diversidad cultural y social y que los partidos no logran agregar con sus programas y proclamas. Sin articular políticamente esta diversidad, no habrá congruencia gubernativa y el poder concentrado se volverá ponzoña del conjunto de la política democrática. Y así no se puede aspirar a un buen gobierno.
La centralización del mando, que fue vista y aceptada por décadas como una necesidad para la construcción del Estado y de la economía nacionales, devino costumbre del poder y se volvió rutina que alimentó las peores prácticas políticas y administrativas. Con Fox y compañía la leyenda negra de la omnipotencia presidencial llegó al extremo de la caricatura, si no fuera por lo costoso que resultó para la democracia y su imagen: los políticos de la oposición no acertaron o no quisieron poner coto a tanto y tan vulgar abuso; colaboraron con él en los presupuestos y las reasignaciones del excedente petrolero y algunos de ellos, bastantes por cierto, asistieron sin inmutarse al desafuero de López Obrador con el que se estrenó una subespecie de autoritarismo cuasi golpista que el propio Fox, aliado a algunas de las cúpulas del dinero, desplegó en 2007 al calor de la sucesión presidencial.
Y aquí estamos, con un gobierno que so pretexto de la crisis política desatada por las propias fuerzas que lo apoyaron, sólo puede reiterar que así seguiremos. No hay ni habrá cambios en la Constitución y el ejercicio del poder, parecen pensar los que habitan Los Pinos, hasta que el bloque que amenazó su arribo al poder se desvanezca y sea echado al mar por las falanges redentoras que ofrecen su auxilio a cambio del libre uso del suelo y el subsuelo.
Sin duda, en las cumbres del dinero y el gobierno se traman reformas desnacionalizadoras y atentatorias de los derechos sociales que quedan. La defensa del petróleo, de los sindicatos y los otros derechos laborales, sigue en primer lugar del orden del día de la disputa política. Pero es indispensable asumir que estos y otros litigios por venir deben inscribirse en la forma en que está organizado y concentrado el poder político y social. Sin ello, toda escaramuza acaba alimentando la reproducción de esa concentración y el entramado del Estado se ve cada vez más horadado por su ejercicio irresponsable.
La política, en especial la democrática que quiere ser popular y no cupular, cae en lo altisonante y el encono al parecer inevitablemente. Pero nada de esto debe servir de excusa para la reducción de las miras y la simplificación del discurso; más bien lo contrario. Sonido y furia requieren, para no diluirse en la trivialidad, de buen verbo mejor pensar.
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