Una michoacana vivió 22 años en California y pagó impuestos, pero la sacaron de su casa
Organismos oficiales y no gubernamentales dan asistencia material y sicológica a indocumentados
Emir Olivares Alonso (Enviado)
Tijuana, BC, 1º de marzo. Decenas de personas con rostros cobrizos descienden de una camioneta de seguridad privada estadunidense en el límite fronterizo. Del otro lado de la reja de la garita San Ysidro, el ánimo es de decepción, melancolía y desesperanza. Son mexicanos detenidos por la migra y deportados.
Al intentar cruzar el muro, en la calle, a bordo de un automóvil, en el Metro e incluso en su propia casa, cada año miles de migrantes –medio millón, según estadísticas oficiales– son repatriados debido a que no tienen documentos para permanecer en Estados Unidos.
Es de noche, una reja de metal rechina al abrirse. Elementos de migración mexicana reciben a los repatriados: “¿Julián López?”, grita el policía; entre los polvorientos rostros, uno se alza y se acerca a la puerta de ingreso (o regreso) al país. El uniformado agrega: “¿edad?, ¿de dónde eres?” Las respuestas varían: Michoacán, Zacatecas, Oaxaca, Chiapas, Veracruz. Luego del breve interrogatorio, el suelo mexicano los espera.
“Vengo a hacerme mexicana. Vivo desde hace 22 años en Estados Unidos, en Santa Ana, California, pagando impuestos y viviendo al día. Ahora me tocó. No tengo nada en México: ni credencial para votar, ni licencia, ni casa”, dice una mujer originaria de Michoacán que dejó tres hijos estadunidenses de 21, 15 y 5 años.
Con desesperación, busca la forma de comunicarse con algún pariente. Pide prestado un teléfono móvil o change (monedas) para hacerles saber a los del lado mexicano que está bien. Su situación es complicada –explica– porque aunque había iniciado un proceso para obtener la ciudadanía estadunidense prevé que su regreso será complicado. “La detención fue en mi propia casa. Como si fuera delincuente, cuatro policías me esposaron y me condujeron a la comisaría, y al descubrir que no contaba con documentos me mandaron de regreso”.
Al darse cuenta de que no hay mucho por hacer, en compañía de una amiga que hizo a bordo de la camioneta que la trasladó desde San Diego a los límites con esta ciudad, opta por dirigirse a un hotel y “pensar; mañana será otro día”.
Con el transcurso de los minutos el frío en esta zona fronteriza aumenta en esta época del año. Muchos de los repatriados ni siquiera traen un abrigo: “así como me agarraron en la calle me treparon, man; lo gracioso es que me tocó saliendo de la shopping de unas caguamas, a mediodía”, relata un oaxaqueño con casi seis años en el vecino país, quien sólo viste una camiseta.
En el límite fronterizo la Coalición Pro Defensa del Migrante mantiene una pequeña oficina en la que da apoyo, alimentos y bebidas a los deportados que se acercan. Además, a quienes no cuentan con recursos los remite a diferentes albergues como la Casa del Migrante –organismo a cargo de misioneros–, donde se les otorga asistencia humanitaria, sicosocial, espiritual, en derechos humanos, y educativa.
Otra de las instancias que brindan apoyo y seguridad a los connacionales, deportados y a quienes intentarán cruzar la frontera son los Grupos Beta, dependientes del Instituto Nacional de Migración, los cuales también hacen recorridos a lo largo de la línea fronteriza y, además, ayudan a quien lo solicite con la mitad del boleto de regreso a casa, siempre y cuando no sea a otra ciudad fronteriza.
Todos los deportados son prácticamente fichados: las autoridades migratorias estadunidenses les colocan un brazalete verde con sus datos personales y fotografía del rostro.
Miles de historias pueden narrarse: siete indígenas oaxaqueños (cinco hombres y dos mujeres) hablan entre ellos en su idioma originario y, nerviosos, reciben el auxilio de los activistas. Los detuvieron cuando intentaban cruzar, “no importa, lo vamos a intentar de nuevo”, asegura uno de ellos.
También hay casos de aquellos que ya no desean volver: “Ya tenía 13 años allá, hice mi lanita pa’invertir. Regreso a casa, en Jalisco, con la familia”, señala un hombre de poco más de 30 años.
“Pasé dos semanas en la cárcel”, narra Víctor, uno de los pocos que se aventuraron a dar su nombre, mientras se quita los tenis que le dieron para su estancia en prisión. Refiere que lo encarcelaron por vivir en la calle y luego de 15 días lo deportaron. Con 70 centavos de dólar en el bolsillo no rechaza el apoyo de la coalición y acepta ir al albergue, pero antes quiere donar algo a ese lugar: de una bolsa de papel estraza saca sus zapatos y se quita los tenis, “le pueden servir a alguien más jodido que yo”.
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