Por Julio Pimentel Ramírez
Consideramos que si bien es positivo que se ponga especial énfasis a la lucha por evitar que se continúe modificando la Constitución con el objetivo de facilitar la entrega del patrimonio nacional en manos de la iniciativa privada nacional y extranjera, no hay que perder de vista que durante muchos años este proceso de desmantelamiento del Estado se viene dando tanto dentro del marco legal como fuera de él, que al fin y al cabo para algo sirve tener el control de los mecanismos del poder estatal (jueces, legisladores, partidos políticos, policías y soldados) y el respaldo de otros aparatos de dominio (la mayor parte de los medios de comunicación, la Iglesia, entre otros).
En México el Estado de Derecho, cuya esencia no es castigar al ciudadano sino limitar al poder, es una utopía si no que lo digan los cientos de apresados injustamente, los torturados, masacrados y desaparecidos por los gobiernos priístas de la segunda mitad del siglo XX, por referirnos a un periodo histórico reciente. También se puede avalar esta aseveración si volteamos la moneda y vemos la impunidad de la que gozan tanto delincuentes de overol de lujo (Carlos Romero Deschamps y otros dirigentes sindicales de la catadura de Elba Esther Gordillo) y de cuello blanco (Carlos Cabal Peniche, Angel Isidoro Rodríguez El Divino por ejemplo) como los responsables intelectuales y materiales de crímenes de lesa humanidad (Luis Echeverría, Miguel Nazar Haro, Luis de la Barreda, Rubén Figueroa, etc.).
A lo largo de la historia de estas tierras los mexicanos han sido protagonistas y testigos de múltiples cambios sociales que se inician con la conquista española (por poner un punto de referencia pues la llamada historia prehispánica es una etapa que no puede ser ignorada en nuestro estado multiétnico y pluricultural) y la colonia, continúa con el movimiento de Independencia que nos libera de la corona española, pasan por la Reforma de los liberales del siglo XIX, representados por el más insigne de ellos, Benito Juárez, continúa con la Revolución de 1910 en la que los ejércitos campesinos son derrotados y la nueva clase en el poder erige un renovado sistema social que antes de empezar su declinación fue capaz de nacionalizar la actividad petrolera, misma que con el tiempo se convirtió en el principal mecanismo económico y financiero del Estado mexicano, así como una de las fuentes de enriquecimiento de la parasitaria clase capitalista “nacional”.
México ha destacado por el hecho de que las grandes transformaciones sociales han dotado a la sociedad de avanzadas constituciones que, formalmente, norman las relaciones del Estado Mexicano, es decir establecen las reglas fundamentales de funcionamiento de los poderes establecidos, así como los deberes y derechos de los ciudadanos, entre otros aspectos que pueden ser explicados puntual o enrevesadamente, que de todo hay en la viña del Señor, por los expertos constitucionalistas que existen en la academia y en la vida pública.
A lo largo de estos casi 200 años de vida independiente, ciertamente se han alcanzado cambios positivos en la sociedad mexicana aunque persisten graves problemas económicos, políticos, sociales y culturales que han sumido al país en la inequidad, la migración, el desempleo y la pobreza de más de la mitad de la población, en la pérdida de soberanía y de identidad, así como en la desesperanza de un alto porcentaje de las nuevas generaciones.
Es más, desde hace varios lustros se ha instrumentado una política económica que pone en peligro la viabilidad de un proyecto de nación independiente, ya de por sí deteriorado por los años de autoritarismo, represión y antidemocracia de los regímenes priístas posrevolucionarios, proceso acentuado con la llegada a Los Pinos de la nueva clase política panista, conservadora y neoliberal, con gran apetito por enriquecerse rápidamente al amparo del poder público.
En la cultura política mexicana hay dos adagios que señalan que “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” y “a mí no me den, pónganme donde hay”, palabras confirmadas por políticos profesionales que pasan de un puesto al otro, de una diputación a una senaduría, de una dependencia gubernamental a otra, la mayoría de las veces guiados por la ambición personal más que por una auténtica vocación de servicio.
Así, el caso de Juan Camilo Mouriño es un clásico ejemplo de tráfico de influencias, conflicto de intereses y abuso de funciones, por decir lo menos.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario